Paterna y Bayárcal, con sus 1.273 metros de altitud, han quedado ya en la retina. En el camino por la carretera provincial AL-5402 se intuye, como un neblajo lejano, el coto micológico de Prado Alto. A la izquierda, conforme sube el viajero, pinares, encinas y castaños se alinean en un bosque de claros y sombras, un lienzo de una Almería verde, anaranjada, de aguas escasas que discurren lentas por barrancos soñolientos. La primavera, a color. Suave, pero color. Cantan los pájaros por Vivaldi. Locos de remate. La mañana alborea agradable. Apenas 20 grados. Promete calor allí arriba, allí donde nacen los riachuelos Palancón y Anchuelo.
Un ciclista mayorcete sube, arriñonado, con su maillot del domingo. Al pasar por la Posada de los Arrieros, aprieta a ritmo de pájara. La vieja venta de tratantes de ganado y muleros no vive sus mejores años y el viajero piensa en aquellos carreteros que recorrían, tiempo atrás, las entrañas de la sierra para buscar los campos yermos y gélidos del Marquesado del Zenete. Un fantasma recorre ahora las cuadras de caballos. Todo pasa.
Al llegar a la vía autonómica, una vaca parda muy valiente va quemando las calorías del sábado noche. Va sola, por la derecha y pegadica al arcén. Arriba, en la frontera invisible entre Granada y Almería, el Puerto de la Ragua nos descubre la libertad. Sin nieve, las flores se escurren en el suelo agradecido de los pinos silvestres y negros. Despierta el deseo de una parada, pero el viajero debe dejar atrás el refugio y buscar el cortafuegos. Hay cagadas de vaca por doquier. Por allí deben transitar sin demasiadas ataduras. Un par de aves sobrevuelan la planicie. No sabe el viajero muy bien si son águilas o qué otro ser de las alturas. La subida es dura, unos 300 metros, por el cortafuegos. Los adelantan dos aventureros de Almería -de La Cañada, dice uno-. Al caminante le llama la atención que sus zapatillas son de montaña y no de running. Se siente un poco raro, pero ya es tarde.
-A la derecha y todo hacia arriba -interpela el de La Cañada.
Por el Morroncillo de Fuente Fría, unos pedruscos muy curiosos. El terreno ofrece un respiro. Piornos y matorral bajo acompañan al sendero. Pero los prados suaves son cortos. Por el Morrón de las Tres Lindes, Ferreira, Dólar y Bayárcal abrazan sus dominios. Piensa el viajero en la diferencia entre el senderismo y el alpinismo y en aquello que alguien le dijo:
-Pasos lentos, que falta el aire.
A lo lejos, El Chullo. Majestuoso y febril, testigo de las revueltas de la Alpujarra, de los viajes de los arrieros en las noches de otoño, de las huellas de transeúntes despistados que huyen del bosque de asfalto. Y en mitad del viaje, el caracol alcanza a la liebre. El de La Cañada y su colega se han sentado en una piedra.
-Estamos volando un dron.
A 500 metros de la cumbre, un refugio de piedra. Si miras al frente, Sierra Nevada es un óleo sublime e imponente de eternidad. El día está despejado y el cielo, limpio. Queda poco para completar los cuatro kilómetros de ruta y el corazón se acelera. Arriba, por donde el monolito, un septuagenario:
- ¿Sabéis por dónde se baja a la laguna?
- Ni idea. Novatos.
Los novatos llegan a la par que el de La Cañada y su amigo, que han esprintado. Las piedras del monolito son una amenaza, pero qué bello está el Mulhacén. Y la majestuosa Alcazaba. Dos toques de blancura en lo más alto de la península. Desde la atalaya de los 2.611 metros, vista de pájaro: los Filabres nacen y mueren en una mista secuencia. La Sierra de Gádor se alarga. El Zenete es un paisaje de la Castilla monótona y cervantina. La Sierra de Baza, entre dos aguas. Guadix, una intuición. Desde allí, la Alpujarra no tiene propiedad. No es de Granada. No es de Almería. Es la tierra de Gerald Brenan. Y la de Villaespesa. El techo de un país. Que es nuestro. Tan nuestro, cree el viajero, como el paisaje del western, escondido tras el Almirez.
Luego, en la bajada, las rodillas se resienten. ¿Quién ha dicho que no cansa el descenso? Un par de ingleses, de unos setenta años, llegan al refugio. Tienen varices en las piernas, pero les alcanza para acariciar la cima. Llevan unos pantalones de exploradores de la América precolombina. Chapurrea el idioma el caminante como buenamente puede: un A2, a mucho decir. Mal, o sea. Al llegar a la vaguada, por donde los prados verdes, las piernas están ligeras. Vuelan como una pluma. Abajo, en el puerto, el de la capital y el de La Cañada comienzan su expedición a Bayárcal. Muy cerca, el Sulayr. Que a qué sabe. A pura felicidad.
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