Los niños del Camino de Marín

Aquel territorio, a cinco minutos del centro, tenía sus propias formas de vida

Sebastián Moya, el más alto, junto a su amigo Miguel Berenguel, jugando en el sendero del Camino de Marín.
Sebastián Moya, el más alto, junto a su amigo Miguel Berenguel, jugando en el sendero del Camino de Marín. La Voz
Eduardo de Vicente
20:06 • 26 dic. 2023

Al norte del antiguo campo de Regocijos, al cruzar la explanada de la plaza del Quemadero, aparecía un sendero polvoriento, una vereda de tierra y piedras que llamaban el Camino de Marín. Aquel lugar, que estaba a poco más de cinco minutos a pie de la Puerta de Purchena, formaba sin embargo un mundo aparte, con sus propias normas, con sus propias formas de entender la convivencia, con su legión de niños callejeros criados a la sombra de los almendros entre el agua de las acequias y el barro que dejaban las lluvias. 



Aquel escenario, tan cerca y tan lejos, era tan distinto del centro de la ciudad que solo le faltaba una bandera para declararse independiente. Quizá, su bandera era la ropa tendida que colgada en las cuerdas de las azoteas servía también para averiguar la dirección en la que soplaba el viento. 



Allí nació en 1951 Sebastián Moya Ortuño. Su infancia fue la cueva donde un padre enfermo y una madre luchadora que tenía que limpiar casas para comer, sacaron adelante a los tres hijos del matrimonio. La luz de la casa era el sol que entraba al amanecer para inundar de salud las habitaciones. El agua tenían que traerla en un cántaro desde el cortijo de Paco Ruiz, que abastecía a medio barrio a cambio de unas pocas monedas. En la cueva de Sebastián no había luz ni agua, y a veces tampoco llegaba la comida. Los niños, que entonces se pasaban las horas rondando por los arrabales, se calmaban el apetito saltando la tapia del cortijo del tío Ramón para coger dátiles a pedradas, para subirse en los árboles a coger higos o para hartarse de comer chumbos y vinagreras. 



Los cortijos fueron la despensa del barrio en un tiempo en el que todavía mantenían sus huertas labradas y sus balsas llenas de agua para el riego. Sebastián recuerda que junto a sus amigos iba a bañarse a la balsa de la Huerta de Miras. Formaba parte de la antigua finca ‘La Deseada’, propiedad de la familia Córdoba, que en los años de la posguerra pasó a ser propiedad del exportador de fruta Antonio Miras Almansa. Todavía conservaba el esplendor de tiempos pasados, daba la mejor agua de Almería y mantenía la balsa más atractiva para los muchachos que se atrevían a colarse en su propiedad. No era una aventura fácil, puesto que la finca contaba con un guardián al que apodaban ‘el Negro’, que era tan temido como los dos perros que le ayudaban a vigilar. Uno de esos perros, ‘Chicuelo’, que parecía tan terrible, salvó al niño Juanito Valverde de morir ahogado en la balsa en el año 1964.



En la casa de Sebastián Moya era la madre la que trabajaba. Cuando llegaba con el dinero fresco, a  los niños les gustaba darse un festín en la tienda de Isabel Rodríguez, que estaba enfrente de su casa. La tendera tenía latas gigantescas de sardinas en aceite que se vendían por unidad, que junto al atún fue el almuerzo de los pobres en aquella época. Para los niños, tres sardinas en medio del pan eran un manjar, tanto como saborear aquel dulce ambulante que llamaban ‘papicas de la sierra’, que iba vendiendo un buhonero por las calles. El dulce era un caramelo con canela que sabía a gloria para  las insaciables bocas de los niños pobres. 



Las gentes de aquel arrabal nunca pudieron olvidar el día en que al Camino de Marín llegó la primera televisión, la trajo un vecino al que todo el mundo conocía como el ‘perrero’, porque se dedicaba a limpiar las calles de perros vagabundos por el método del lazo. Como el hombre ganaba un buen sueldo del ayuntamiento se compró una tele y para amortizarla colocó varios bancos corridos de madera en la entrada de la casa y puso el aparato a disposición de los chiquillos que por una peseta podían disfrutar de las series de moda como Bonanza o el Virginiano, o de las películas de la Sesión de Tarde de los sábados. 



La calle, los cerros, los huertos, las balsas, fueron el mundo de Sebastián, donde se olvidaba de la escasez de la cueva y de las pocas veces que podían comer al día. Después llegó la escuela. Su primer colegio fue el Ave María del Quemadero, donde aprendió a leer gracias a la bondad de don Ángel, un maestro lleno de ternura. Un día, su madre decidió apuntarlo en el Hogar del Canario para matar dos pájaros de un tiro: tenía una boca menos para comer en su casa y colocaba al niño en un colegio con más disciplina.



Pero Sebastián no estaba acostumbrado a los encierros, por lo que al tercer día de estar en el internado se escapó saltando la tapia. Una vez en la carretera, aprovechó que pasaba un coche de caballos a trote lento para engancharse detrás y llegar a la ciudad. El niño regresó a su casa y se refugió debajo de la cama durante varias horas. Cuando en el colegio descubrieron su ausencia fueron a buscarlo por todos los rincones, hasta en el fondo de la balsa de Torrecárdenas por si se había ahogado.



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