Al terminar la guerra civil la ermita de San Antón estaba destrozada, como la mayoría de los templos de la ciudad. No se libró de las iras de los exaltados que el 20 de julio de 1936 le prendieron fuego después de destrozar la iglesia de San Roque. También fue blanco de uno de los obuses que la escuadra alemana lanzó contra la ciudad el 31 de mayo de 1937, que voló en pedazos la cúpula que coronaba el recinto y se llevó por delante el techo.
Las primeras ayudas económicas del Estado se invirtieron para realizar las obras de reconstrucción de La Catedral y de otras iglesias importantes, lo que acorraló un poco más a la humilde y olvidada ermita de San Antón.
En los primeros años de la posguerra, la nave principal y el patio se utilizaron como almacén de carbón, propiedad del Tío Frasquito, un comerciante del barrio que hizo negocio en aquellos tiempos de necesidad repartiendo el carbón por las tiendas de Almería. Los carros salían cargados de la ermita y llevaban la mercancía a todos los distritos. No había barrio en la ciudad que no tuviera al menos una carbonería.
Fue muy célebre la de Luis Navarro, en la Plaza de Careaga, donde se vendían a cuarenta céntimos el kilo las bolas de carbón ‘Luifegui’, con las que se alimentaban las hornillas donde se hacía de comer. Las madres mandaban a sus hijos con una cesta a por el carbón para la cocina, advirtiéndoles siempre que les dijeran al tendero que estuviera bien pesado. La ermita fue carbonería hasta que en 1943, con la llegada de don Enrique Delgado y Gómez, primer obispo que tuvo la ciudad después de la guerra, se empezó a fraguar un proyecto serio de rehabilitación.
Los años de abandono de la ermita coincidieron con los de mayor vida en el pequeño barrio a los pies de La Alcazaba. Estaba formado por la Plaza de San Antón, donde en la posguerra vivían catorce personas; el patio de San Antón, cuatro casas que alojaban a veinte almas; y la amplia calle de San Antón, que llegaba hasta la misma Plaza de Pavía, en aquellos tiempos una auténtica avenida con una población que superaba el centenar de vecinos. La mayoría, formaban parte de familias muy humildes de jornaleros y pescadores, llenas de hijos y sin más expectativas que poder comer a diario.
En ‘San Antón’, como en todos los barrios pobres, las tiendas fueron durante la posguerra los auténticos templos por donde pasaban las esperanzas de supervivencia de la gente. Cuánto hay que agradecerle a tantos tenderos generosos que vendían fiao y hacían posible que en muchas casas se pudiera cenar todas las noches aunque los bolsillos estuvieran vacíos.
Fue muy querido el comercio de don Obdulio Méndez, la verdulería de Manuel Marín y la tienda de quincalla de doña Anita Cruz, donde la gente compraba una perra gorda de albayalde para devolverle el color blanco a las zapatillas, que tenían que ser eternas.
El barrio de San Antón tuvo su bar, el de Barranquete; su peluquería, la de Enrique Mesas, y vecinos ilustres como María Arqueros, almendrera de profesión, Antonio Cruz Delgado, maestro de escuela, Manuel Muñoz Porras, músico vocacional, Luis Guillén, maestro confitero, o Enrique Ramírez Padilla, que pertenecía al noble cuerpo de la guardia de asalto.
Es verdad que reinaba la pobreza, pero se imponía la vida. Faltaba el dinero y el trabajo, pero el instinto de supervivencia y las ganas de salir adelante contrarrestaban todas las penalidades de la época y convertían el lugar, cuando llegaba el tiempo de las celebraciones, en una fiesta permanente.
En enero de 1941 se recuperó la tradición de las hogueras en la víspera del santo. Como en las casas no había muebles de sobra ni trozos de madera para poder quemar, los muchachos se dedicaban a ir por las carpinterías cercanas buscando las sobras y por las barrilerías para pedir los despojos que no se utilizaban. El maestro José Ramírez Martín, propietario de la barrilería de la calle Socorro, ‘donó’ para la fiesta una docena de barriles agrietados con los que los jóvenes construyeron un monigote de madera y cartón que quemaron por la noche en el centro de la plaza. Dos parejas de guitarras y bandurrias pusieron la música y la gente cantó, bailó, se calentó al fuego y se quitó el hambre a fuerza de boniatos asados que sacaban de entre las ascuas.
Fueron años donde la tradición se impuso a la religiosidad por motivos de fuerza mayor.
Hasta 1949 la imagen del santo no volvió a pasar por la puerta de la ermita. Aquel año, gracias a la perseverancia de don Nicolás Medina Gallego, párroco de la iglesia de San Roque, se recuperó la procesión. Por entonces ya se habían proyectado las obras de reconstrucción de la ermita. En diciembre de 1967, el obispo Ángel Suquía Goicoechea, bendijo la capilla de Nuestra Señora de Lourdes y la de San Antón, acto que daba por concluidos los trabajos de reforma del templo.
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