El niño de la carretera de Málaga

Antonio Barroso llegó con siete años a Almería huyendo de las bombas fascistas

Antonio Barroso Rubio llegó de Málaga en 1937 y se quedó para siempre en Almería.
Antonio Barroso Rubio llegó de Málaga en 1937 y se quedó para siempre en Almería. La Voz
Eduardo de Vicente
19:28 • 01 ene. 2024

El domingo siete de febrero de 1937 miles de malagueños huyeron de su ciudad, que estaba siendo ocupada por las legiones de soldados italianos y alemanes y por los moros del Tercio Extranjero. No tenían otra salida que el camino de Almería, una estrecha carretera bordeando la costa, un largo trayecto de cinco días y cinco noches andando para intentar poner la vida a salvo.



Una de aquellas víctimas fue Antonio Barroso Rubio. Solo tenía siete años cuando lo sacaron del colegio y lo metieron en un coche junto a cinco niños más. Había perdido a su madre en el parto y a su padre se lo habían llevado al frente. Vivía refugiado en un centro de acogida de la República, que tuvo que ser desalojado cuando las tropas fascistas bombardearon Málaga. 



Sólo tenía siete años, pero aquellas escenas de lucha por la supervivencia donde la muerte asomaba sus zarpas en cada cuneta quedaron grabadas para siempre en su memoria, protegidas del paso del tiempo y del óxido del olvido. Él nunca olvidó el lento viaje del exilio en el asiento trasero de un Ford negro conducido por un carabinero. El coche se iba abriendo paso con dificultad entre la muchedumbre asustada; familias enteras con la casa a cuestas y sin nada que comer peregrinando sin rumbo cierto, con los pies destrozados del camino y con los ojos mirando al cielo temiendo que un avión los sepultara en medio de un acantilado. Tardaron más de ocho horas en llegar a Almería. El coche fue ametrallado desde una avioneta a la altura de Torre del Mar y tuvieron que protegerse durante una hora debajo de un puente. Antonio Barroso sufrió heridas de metralla en una pierna que le impidieron andar durante varias semanas.



Cuando por fin llegaron a Almería empezaba a anochecer. El coche en el que viajaban hizo un alto en un control policial que había frente a la Venta Eritaña y continuó el viaje hasta Pechina. Les dieron órdenes tajantes de no detenerse en la ciudad, que empezaba a sufrir aquel río interminable de exiliados que pedía refugio calle por calle, casa por casa. 



Antonio contaba que tenía presentes aquellos momentos como si los estuviera viendo en una película, aquel anochecer frío de invierno, medio desnudo, con el estómago vacío, la pierna ensangrentada y el desaliento del que deja atrás sus raices. Su destino fue el Cortijo Azul, un edificio que fue rehabilitado  como hospicio durante los años de la guerra civil. Allí permaneció dos años pasando calamidades. Era un caserón soleado,  rodeado de campo, donde sobraba el aire puro y el sol y escaseaba la comida. Les deban un trozo de pan duro y una taza de leche o de caldo para comer y así pasaban el día, esperando el milagro del camión de provisiones que muy de vez en cuando paraba delante del portón para dejarles unos kilos de carne con los que poder engordar el puchero.



En una habitación de veinte metros dormían cincuenta niños apiñados en literas y en los colchones que tiraban en el suelo. Las condiciones higiénicas eran lamentables. Para lavarse tenían que salir al patio y echarse cubos de agua fría por temor a ser invadidos por los parásitos. Muchos de aquellos niños que compartieron el hospicio con él fueron enviados a Rusia. Antonio se libró por esa herida de metralla que sufría en una pierna.



Al terminar la guerra Antonio Barroso fue trasladado al Hospital Provincial, donde pasó varios meses al amparo de las Hermanas de la Caridad. Llegó muy debilitado por el hambre y por la enfermedad. La mayoría de los niños ingresados  allí sufría problemas respiratorios y tenía dificultades para ver por culpa del tracoma. Las monjas le curaron las heridas y junto a ellas aprendió a leer y a escribir. Fueron su única familia hasta que cumplió trece años y se marchó a trabajar con un cortijero de Níjar que le ofreció la posibilidad de ganarse un sueldo diario pastoreando ovejas. Fue una larga experiencia de doce años por las desgastadas sierra nijareñas, donde se fue haciendo un hombre en compañía de su rebaño y de dos perros.



En 1950 decidió cambiar de rumbo. Dejó el ganado y se vino a la ciudad a trabajar de jornalero en el cortijo de Baeza, en plena rambla de Belén, enfrente de los polvorines. Le daban una peseta diaria, comida y cama. Estuvo doce meses trabajando la tierra hasta que al cumplir los veintiún año se fue a la Legión. Su destino fue el Batallón Disciplinario de Melilla, aunque la mayor parte del tiempo se lo  pasó en uno de los destacamentos que el ejército español tenía en pleno desierto del Sáhara.


La vida de Antonio Barroso ha tenido argumentos suficientes para haber escrito el guión de una película. Conoció el vacío que deja en el alma de un niño la orfandad, el  dolor del destierro, el hambre, la lucha por la supervivencia y resistió las pruebas más duras que en su camino le fue poniendo el destino. 


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