El puerto tenía la virtud de cambiar de aspecto, por lo que siempre nos parecía distinto. Allí teníamos la sensación de descubrir cada vez que íbamos un escenario nuevo como si sus colores y su alma se estuvieran renovando continuamente en cada marea, en cada temporal. Nunca amanecía el mismo puerto. A veces era un buque con bandera extranjera el que lo transformaba y otras el viento de poniente que cuando soplaba con fuerza dejaba desierto el muelle desde el faro de poniente al espigón de levante.
Yo amaba el puerto en aquellos días de tempestad y desolación, cuando el viento llegaba cargado de sal y perfumado de algas. Entonces desaparecían los pescadores de caña que en los días de calma adornaban el puerto como estatuas de piedra. Si el poniente apretaba el puerto era un páramo, un lugar inhóspito al que solo se atrevían a ir los niños, que jugaban a mantenerse en pie y a correr con la cabeza alta desafiando el vendaval.
Toda la belleza de aquel paisaje se desataba como en un milagro de la naturaleza en los días de lluvia. Antes, en Almería existían los días de lluvia, al contrario de lo que ocurre ahora que los chubascos se reducen a diez minutos de vez en cuando. Cuando llegaba alguno de aquellos días completos de lluvia, el cielo imponía su gama de grises en el paisaje y el mar cambiaba de color para parecerse a aquellos océanos lejanos del norte que veíamos en las películas.
Cuando llovía el cielo y el mar formaban un mismo espacio y era difícil distinguir donde empezaba uno y donde termina el otro. La lluvia llenaba el puerto de un silencio primitivo que solo se atrevían a profanar las bandadas de gaviotas que cruzaban el cielo alborotadas como si estuvieran festejando el mal tiempo.
En esta ciudad siempre tuvimos la sensación de que la lluvia tenía el poder de paralizar la vida, de que todo sucedía más lento cuando llovía. Esa percepción se multiplicaba por dos en el puerto, cuando los pescadores se refugiaban en las tabernas cercanas, cuando los barcos parecían fantasmas entre la niebla y las grúas detenían sus motores. El puerto en un día de lluvia era un territorio nuevo que estaba por descubrir y allí corríamos los niños dispuestos a hundir nuestras botas de agua de goma sobre los charcos que se formaban en los socavones del suelo.
El puerto dejaba de ser esa pasarela oficial de paseos de los domingos cuando hacía mal tiempo. Otra costumbre que teníamos bien arraigada los almerienses era la de quedarnos en nuestras casas aunque cayeran solo cuatro gotas. La lluvia solo nos invitaba a comer migas, pero nos recogía como si un sentimiento de tristeza colectiva se apoderara de nosotros. A nadie se le ocurría salir a pasear al puerto en un día de lluvia.
Sin embargo, los domingos que no hacía viento y el sol impartía su ley, el puerto se convertía en la prolongación del Paseo y allí íbamos los almerienses a cargar los ánimos con el aire que venía del mar y esa dosis de sol que nos alimentaba en invierno. Todos guardamos en nuestro album de fotografías alguno de aquellos retratos lejanos donde nuestras madres, aún solteras, salían con sus vestidos nuevos a dar una vuelta por el puerto con las amigas. Las muchachas de la posguerra conservaban la vieja costumbre de pasear agarradas del brazo, tal vez porque así se sentían más protegidas de las miradas ajenas.
Domingos de invierno, de medias de cristal recién estrenadas, de ropa antigua que parecía nueva porque era la ropa de los días de fiesta; domingos del olor a jabón de los cuerpos recién lavados, de mañanas en el puerto viendo como se acercaba un barco por el horizonte con la curiosidad del que espera un milagro. Aquí siempre tuvimos la tradición de ir a mirar el mar porque era el único camino decente que nos comunicaba con el mundo. Durante años, la vida nos llegaba en barco y en él se iban también nuestros sueños y nuestras esperanzas envueltos entre los barriles de uvas, el mineral y el esparto que mandábamos al extranjero.
En barco se fueron los almerienses que buscaban el Dorado en América y en Argelia, y en barco llegó el trigo de América en el tiempo del hambre. Hasta la muerte, disfrazada de proyectiles, entró por el puerto en los años de la Guerra Civil.
El puerto fue el alma de la ciudad en otro tiempo, una puerta abierta al mar, cuyo recuerdo se conserva intacto en la memoria sentimental de los almerienses. Quién no se perdió por el puerto en aquellos años de la adolescencia buscando un rincón tranquilo donde poder acariciar a la novia, quién no se refugió en el puerto aquella mañana en la que por primera vez decidimos escaparnos de la escuela y del mundo desafiando la autoridad de nuestros padres.
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