Las dos caras del claustro de la Catedral

La última reforma se llevó por delante la fuente de piedra y los jardines

Imagen del claustro de la Catedral antes de la reforma, cuando estaba tomado por la vegetación.
Imagen del claustro de la Catedral antes de la reforma, cuando estaba tomado por la vegetación. La Voz
Eduardo de Vicente
20:23 • 06 ene. 2024

Por el claustro neoclásico de la Catedral de Almería transitan hoy los turistas con sus teléfonos móviles en la mano. Algunos, más que visitarlo, pierden el tiempo grabándose en vídeo para inmortalizar un instante que dilapidan en la realidad para disfrutarlo después en diferido, si es que alguna vez vuelven a verlo. El querido claustro muestra al visitante su espectacular arquitectura y se ha convertido en uno de los lugares considerados fundamentales en ese recorrido turístico, con su hermoso porticado, su sobrio orden jónico en convivencia con la arquería, con las esbeltas palmeras que han sobrevivido a la reforma y con la noble Araucaria que como un gigante se eleva por encima de los muros de la fortaleza y se muestra al exterior como un estandarte. La Araucaria del claustro es, junto a la torre, el pico más alto de la Catedral y se puede ver desde La Alcazaba y el Cerro de San Cristóbal. En las últimas tardes de invierno, cuando la primavera empieza a dar sus primeras pinceladas, la copa de la Araucaria sirve de parada a las bandadas de pájaros que celebran alborotadas la llegada de la nueva estación.



A este claustro remozado le ha cambiado la vida y le han cambiado la cara. Hoy es un escenario de máximo interés turístico cuando hace unas décadas sólo lo volaban los pájaros y lo pisaban los niños a escondidas. Era un territorio reservado dentro de la Catedral y para entrar había que esquivar las vigilancia del sacristán del templo. La última reforma le ha cambiado también el aspecto: lo que antes era un jardín ahora es un espacio enlosado. El claustro antiguo era el pulmón de la fortaleza, la luz, el color. Después de recorrer las capillas  sombrías de la Catedral, donde reinaban los silencios, el murmullo de las oraciones y la luz tímida de las velas, entrar en el claustro era como reencontrarse con un Dios más cercano y sencillo, el que estaba presente en el canto de los pájaros que revoloteaban  en los árboles, el Dios que se derramaba por el manantial de agua que manaba de la fuente, el Dios que nos abría los brazos a los niños del barrio cuando en las mañanas de vacaciones nos colábamos en aquel espacio sagrado. 



El claustro nos ofrecía un mundo que no encontrábamos dentro del templo. Bajo su pórtico corríamos y jugábamos a escondernos detrás de las columnas y entre la vegetación exuberante que en aquellos tiempos de cierto abandono ocupaba casi todo el espacio central. En la Feria de 1965, el cabildo intentó acercar el claustro a la parroquia y a la calle, organizando una exposición de arte almeriense que tuvo su momento más importante con los recitales que allí ofrecieron los maestros Richoly, Barco y Cuadra. Fue el último gran acto que allí se celebró. Los años setenta trajeron la clausura casi absoluta del claustro, que sólo se abría cuando los hermanos de la cofradía de Estudiantes lo utilizaban para colocar allí su cuz de mayo o cuando en el mismo mes de las flores las mujeres de la parroquia sacaban en procesión a la virgen bajo los soportales del gran patio.



La puerta de madera que da paso al claustro desde el templo, se abría también en Semana Santa, ya que por ella se accedía a las viejas escaleras de piedra que comunicaban con con buhardillas del piso superior, donde se hacía el reparto de las túnicas.



El resto del año, el claustro era un lugar prohibido, y para colarse en su recinto había que burlar la vigilancia del cura que estuviera de guardia y de don Perfecto, el sacristán que siempre estaba al acecho con la vigorosa llave de hierro de la Catedral que utilizaba como arma intimidatoria. 



Los niños del barrio entrábamos a allí a jugar a las procesiones, utilizando un viejo trono de madera que se guardaba en el claustro, y a emular a los héroes de las películas de romanos, con las corazas y con los cascos que se guardaban en una de las habitaciones abandonadas del lugar. 



En aquellos años, el claustro era un paraíso donde su abandono era el mayor aliciente para los niños callejeros que lo  disfrutaban tanto como cuando subían a escondidas por la torre de la iglesia, por las oscuras y eternas escaleras que llegaba al campanario.




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