Cuando más apretaba la necesidad, cuando escaseaba algo tan elemental como la leña porque el precio se había puesto por las nubes, las panaderías siguieron funcionando porque eran tan necesarias para vivir como el aire que se respiraba.
La posguerra fue un tiempo de panaderías familiares que fueron la esperanza de los pobres cuando no tenían otra cosa que comer que una hogaza de pan mojada en aceite. Podía faltar la luz eléctrica porque la cortaban con frecuencia para ahorrar energía, podían escasear el arroz y las lentejas que había que comprar con la cartilla de racionamiento, pero el pan siempre estaba presente, aunque fuera un cacho de pan duro que se recalentaba en la lumbre junto a un boniato viudo. Por eso, el día que los hornos se quedaban sin leña había que echar mano de la imaginación y entonces se recurría al querido esparto almeriense y a las cáscaras de almendra que se utilizaban como combustible.
Las tahonas, presentes en todos los barrios, anunciaban en cada amanecer que la vida seguía su curso por duros que fueran los tiempos. El olor de las chimeneas proclamando el milagro del pan recién hecho era el despertador de las casas cuando casi nadie tenía reloj. En el barrio del Reducto, cuando el horno de la panadería de Hueso derramaba su aroma calle por calle, las familias sabían que había llegado la hora de levantarse.
El Reducto siempre fue un barrio de panaderías, aunque la más célebre era la de Antonio Gómez Hueso, que ya hacían pan en el año 1904. Fue hacia 1915, cuando ya había cumplido los once años de edad, cuando Antonio Gómez Bueso entró a trabajar como aprendiz en la panadería ‘El Cañón’, en la calle Conde Ofalia, que en aquellos tiempos tenía el obrador más célebre de Almería. Surtía de pan a media ciudad y también a la mayoría de los barcos que atracaban en el Puerto para llevarse la uva y el mineral.
Con once años ya recorría las calles con una carretilla de mano llevando el pan recién hecho por las casas de los clientes. Entonces, era habitual que cada panadería tuviera sus ‘abonados’ fijos, clientes que a cambio de su fidelidad disfrutaban de un servicio diario a domicilio, bien a primera hora de la mañana para el desayuno o a la hora del almuerzo.
Antonio Gómez se crió por los bancales del Cortijo del Cura, pero se quedó pronto sin padre y tuvo que pasarse la infancia trabajando para llevar unos duros a su casa. Además de su primera experiencia en la panadería de ‘El Cañón’, trabajó en la de las ‘Cuatro Calles’ y en la que Ángel Rubí tenía en el Llano de San Roque.
Cuando terminó la guerra civil se cansó de hacer pan para otros y decidió abrir su propio negocio. En la calle Reducto, una zona en la que todo el mundo lo conocía por sus años de repartidor, encontró un solar abandonado y lo adquirió. Era un anchurón a los pies del cerro de La Alcazaba, una zona amplia donde unos años antes existieron tres casas que cayeron derribadas en el bombardeo alemán de mayo de 1937.
Al negocio siempre se le conoció como la panadería de Antonio Herrera. La gente la bautizó con el nombre del dueño y con el primer apellido de su mujer, María Herrera (1911-1975), que también se pasó media vida sacrificada al frente del mostrador y en la casa, sacando adelante a sus seis hijos. En aquellos años de carencias el horno de la panadería de Antonio fue uno de los motores que le dieron vida al barrio. El horno fue la esperanza de muchas familias que cuando no tenían recursos para poder comer todos los días, acudían allí a por un kilo de pan fiao.
“Antonio, déjeme usted que ase estos boniatos para los niños, que no tienen otra cosa para la cena”, le pedían las mujeres, y él no dudaba en prestarle el horno para que pudieran comer esa noche. El horno se ponía en marcha por la tarde y no dejaba de funcionar durante toda la madrugada.
Como se pasaban tantas penurias, el panadero dejaba que los chiquillos de la calle se colaran en el cuarto de la leña y allí, entre los montones de cáscaras, hurgaban con la paciencia que sólo da el hambre, en busca de alguna almendra extraviada con la que pudieran hacerle un quiebro al hambre. Cuando la chimenea repartía por el aire los primeros aromas de pan casero, los niños revoloteaban por la puerta de la panadería por si se escapaba un cacho de pan o alguna torta que se hubiera roto en pedazos.
Por Navidad, cuando los hombres regresaban de la mar con los bolsillos llenos, el horno no paraba en todo el día sacando aquellos suculentos panes de aceite, mantecados y tortas de manteca que llenaron las despensas de todo un barrio. La panadería de Antonio competía con ‘La Mezquita’, situada en la esquina con la calle Cruces Bajas, y también con el espléndido obrador que Nicolás Cuadrado tenía en la Plaza Pavía. Formaban tres santuarios cuando el pan era el milagro diario que llenaba de vida las casas más humildes y las cuevas más pobres del cerrillo del Hambre.
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