Cuando de niño iba por las casas de mi barrio llevando los repartos a las clientas de mi tienda y entraba con libertad hasta las entrañas de cada familia, me llamaban mucho la atención aquellos muebles solemnes y antiguos que estaban presentes en la mayoría de los salones. Parecían piezas arqueológicas rescatadas de un tiempo que ya no existía, muebles que habían sobrevivido a varias generaciones y permanecían intactos a pesar del paso de los años.
Me impresionaban de manera especial los muebles de los dormitorios, con aquellos colores oscuros que llenaban la estancia de tristezas, con aquellas proporciones mastodónticas de las camas en las que podía dormir toda una familia, con la presencia imponente del crucifijo que le daba a la habitación un aire angustioso de capilla. Cuando de niño entraba en uno de aquellos dormitorios antiguos cargados hasta el techo, me preguntaba cómo el matrimonio que lo habitaba podía inspirarse a la hora de hacer el amor, en aquel contexto anacrónico donde el ambiente invitaba más al rezo que a los juegos de la carne.
Aquellos muebles prehistóricos que no dejaban un hueco libre en las casas formaban parte de una época en la que casi todo se hacía con ánimo de eternidad. Un mueble tenía que durar toda la vida y tanto era así que acababan pasando a los hijos cuando llegaba la hora de heredar.
Recuerdo con qué sacrificio compraban los muebles las parejas de novios. La mayoría no se casaba hasta que no tenían ahorrado el dinero para los muebles o al menos para dar una entrada como señal. Había que ir ahorrando durante años para llenar la casa de muebles en una época en la que los espacios diáfanos que tanto se llevan ahora eran patrimonio de los pobres. Costaba tanto amueblar una vivienda que cuando se conseguía era con la seguridad de que aquellos trastos eran para siempre.
Las tiendas de muebles vivían entonces de las parejas de novios. Uno de los comercios del ramo más famosos de la ciudad, París Madrid, se gastaba un buen dinero en publicidad tanto en la radio como en el cine, buscando la complicidad de los matrimonios. Su anuncio más impactante, el que más eco tuvo en la sociedad, decía: “Señorita, usted ponga el novio, que París-Madrid pondrá lo demás”. También tuvo éxito aquel mensaje de: “Primero el piso, después la novia y al final almacenes París-Madrid”.
París-Madrid fue una de las grandes tiendas de muebles de la posguerra, cuando competía con casas tan importantes como la Valenciana y Rabriju. En el invierno de 1944 Muebles la Valenciana lanzaba la oferta de una cama grande de nogal con somier al precio de trescientas diez pesetas, en dura competencia con la casa Muebles Rabriju, que vendía el mismo conjunto quince pesetas más caro.
En aquellos años de tanta dificultad, los empresarios Rafael Calatrava, Brígido García y Juan Martínez habían abierto un gran taller de ebanistería en un solar del barrio del Grillo, al otro lado de la Rambla, en la tercera travesía de la calle de San Lorenzo y la calle de Sicardó. Era la fábrica de muebles de Rabriju, que reunió en aquel tiempo a un grupo de jóvenes profesionales ente carpinteros, ebanistas, barnizadores y tapiceros.
El taller se complementaba con la tienda de la calle Hernán Cortés, donde se montaban las grandes exposiciones. El secreto de las tiendas de muebles de la posguerra era la fabricación propia que les permitía adaptarse a todo tipo de clientes: lo mismo le montaban una casa del Paseo a un empresario de la alta sociedad que le llenaban el comedor de la vivienda más humilde del Cerro de San Cristóbal.
Mientras que Rabriju se dedicaba exclusivamente a la madera, la Valenciana y París-Madrid añadieron a sus ofertas los azulejos y los inodoros. París Madrid exhibía los inodoros más modernos de aquella época en su escaparate principal de en el local de la calle Real número siete.
En los años cincuenta se incorporaron nuevas tiendas que dieron prestigio al negocio como Muebles la Reconquista, que montó su exposición en la calle Azara; Muebles Jiménez, que empezó en 1956 en la calle de Granada y acabó en la de Sebastián Pérez; Muebles Arriola, que tuvo dos tiendas, una en la Plaza Flores y otra en la calle Real, y un taller en el Malecón de la Rambla de Belén. De esa época era la tienda de Muebles de J. Romera, al otro de la Rambla, y la de Jumi, por donde pasaron casi todas las parejas del barrio de Los Molinos antes de casarse. En 1975 se hizo célebre en la ciudad al sortear un televisor en color de la marca Emerson en combinación con la lotería nacional.
En los años sesenta se incorporaron firmas que después tuvieron mucha fuerza en la ciudad. En 1967 empezó a funcionar Ruiz Collado, en un local detrás del colegio de la Salle. En sus inicios contaba con fábrica propia en Cuevas de Almanzora. Fue contemporáneo de Muebles Mago, que después de sufrir un aparatoso incendio que convirtió su exposición del Paseo de Versalles en cenizas, regresó tres meses después con todo un edificio de siete plantas dedicado al mueble en la Rambla de Alfareros.
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