En las noches más oscuras, cuando había que repartir el pan de ayer entre toda la familia, cuando las madres rezaban para que sus hijos no se acostaran con el estómago vacío y los hijos soñaban con un huevo frito y un muslo de pollo, el humilde boniato fue la fiesta de las casas. Era tanta la demanda que en la puerta del Mercado Central se formaban largas colas desde primera hora de la mañana para poder llevarse la ración establecida.
Cuando faltaba la carne y el azúcar, cuando apenas había nada con que llenar la olla, el boniato fue el compañero fiel de tantas familias almerienses en aquellos primeros años de la posguerra. Fue tanta su importancia que en septiembre de 1941 la Comisaría de Abastecimientos y Transportes decidió intervenir la cosecha. Entonces, un kilo de boniatos costaba 68 céntimos y bien fraccionado daba de comer a cuatro o cinco personas. Aquella Navidad, Falange repartió seis mil bolsas de víveres de las que se beneficiaron treinta mil personas, con cerca de doce mil kilos de boniatos.
El templo de los boniatos en Almería fue la barraca de Mariana, en la Plaza de Abastos. En 1926, José Vizcaíno Zapata y su mujer, Mariana Fernández Nadal, abrieron un puesto de verdura, fruta y hortalizas. Desde los primeros años, fue ella, Mariana, la que estuvo al frente del negocio, dando la cara en el mostrador con el público, mientras que el marido siguió con sus ocupaciones profesionales: durante años fue encargado de una fábrica de esparto en la Avenida de la Estación y cuando llegó la República se convirtió en un destacado sindicalista. De 1936 a 1939, José Vizcaíno fue delegado de asistencia social para los comedores.
A pesar de la guerra, el puesto siguió abierto. Había semanas que apenas entraba género en la alhóndiga, pero aunque sólo fuera para vender unos kilos de patatas, la mesa de Mariana nunca cerraba, ni en los días de los bombardeos. Cuando terminó la guerra, José fue detenido por haber pertenecido al sindicato anarquista CNT y por colaboración con la República. Durante cinco años estuvo en prisión hasta que gracias a la mediación del militar Antonio Cuesta Moyano, pudo salir en libertad. El entonces Comandante, agradecido por la ayuda que José Vizcaíno le había prestado a su familia en los días de guerra, declaró a su favor para que pudiera salir de la cárcel. Confirmó ante un tribunal que el acusado no había cometido ningún delito y que en su época al frente de los comedores sociales ayudó a muchas familias sin mirar nunca su vinculación política.
Su mujer, Mariana, también fue apresada, pero el puesto no cerró ni en los días en que el matrimonio estuvo cautivo porque sus hijos se encargaron de mantenerlo abierto. La posguerra fue muy dura para la familia, pero que gracias al puesto de la Plaza pudieron sobrevivir. Él se pegó al mostrador en 1946, al que estuvo ligado hasta su jubilación, en el año 1986.
En los tiempos del hambre, como a la alhóndiga llegaba el género por cuenta gotas, ellos se buscaban la vida haciendo incursiones furtivas en la Vega en busca de verdura fresca o dando viajes en bicicleta a Gádor para venirse cargados de naranjas. Otras veces tenían que acudir de madrugada a las inmediaciones del puerto porque había llegado aceite y había que descargarlo y repartirlo urgentemente. Así funcionaba el estraperlo de los pequeños vendedores de la Plaza. En el puesto de Mariana se realizaba un doble comercio: el oficial que se desarrollaba hasta las tres de la tarde en la mesa del Mercado Central bajo el exhaustivo y pegajoso control de los municipales, y el de tapadillo que se llevaba a cabo durante todo el día en el improvisado tenderete que se montaba en la casa que la familia habitaba en la Avenida de la Estación. Se trataba de un contrabando de subsistencia destinado a los pequeños comerciantes de la ciudad, que acudían a la casa de Mariana en busca del aceite, los pimientos, las naranjas y los tomates que no controlaba la oscura mano de la temida fiscalía. La imagen de los tenderos de barrio, cruzando el puente de la Estación al oscurecer para no ser vistos, montados en bicicleta o tirando de los viejos carrillos de tres ruedas, fue una de las estampas de la posguerra almeriense.
En el puesto de Mariana, durante los años más duros de la posguerra, el producto estrella fueron los benditos boniatos, bautizados por la gente como ‘los niños de la noche’, porque en la mayoría de las casas pobres de Almería no hubo más compañía en las largas noches de invierno que la de los humildes boniatos cocidos que tanta necesidad aliviaron.
Los boniatos venían en sacos desde Játiva y Carcagente, a veces con tanta carga de tierra en el fondo que los vendedores de la Plaza no tenían más remedio que hacer un guiño con la báscula para poder sacar alguna ganancia, esquivando la vigilancia de los municipales de la época, la pesadilla de los mercaderes.
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