Antes casi todo tenía un valor, por insignificante que pareciera. Un simple sacapuntas o una goma de borrar formaban parte del patrimonio de un niño y había que cuidarlos y custodiarlos hasta que el tiempo se los llevaba por delante.
Tu lápiz era intocable, estabas ligado a él sentimentalmente desde esa tarde de septiembre en la que ibas con tu madre a la papelería del barrio y te comprabas todos los trastos del colegio. El lápiz llegaba a ser una prolongación de tus dedos y lo apurabas hasta el último suspiro, hasta que ya no le quedaba más punta para seguir afilándolo.
Tu pelota, por muy vieja y arrugada que estuviera, seguía siendo tu pelota y era inviolable. Que te quitaran la pelota era una ofensa imperdonable, tan grande como que te metieran la mano en el puñado de estampas y se llevaran tu cromo favorito.
Casi todos teníamos una canica desconchada que venerábamos como una reliquia porque con ella habíamos ganado tantas batallas que nos había hecho creer que éramos invencibles. Era una canica vieja, por la que ni te hubieras agachado para cogerla si hubiera sido de otro y la hubieras visto tirada en la calle, pero aquella bola baqueteada llevaba impresa las huellas de tus dedos y de tu alma y no la hubieras cambiado por la cristalina más moderna de la tienda.
Cualquier cosa podía tener un valor incalculable. Hasta una humilde peseta que te encontrabas tirada en la calle era como un tesoro en las manos de un niño y cuando la cogías del suelo, cubierta de tierra y pisoteada, la apretabas con fuerza dentro del puño y lo celebrabas con los otros niños como si hubieras encontrado una fortuna.
Los niños de entonces nos movíamos con pasos y con pesetas. Contábamos la vida en pesetas y cuando llegaba el domingo y nos daban cinco duros para el cine nos sentíamos extraños, como si cargáramos con una responsabilidad a la que no estábamos acostumbrados. Una peseta nos permitía dudar entre un chicle o cinco caramelos de nata, entre un globo o un pito de plástico.
Una peseta se convertía en un secreto inconfesable cuando la cogías del bolso de tu madre. Quién no tuvo alguna vez la tentación de meter la mano en el bolso y coger esa peseta que cuando se ganaba de forma furtiva era doblemente efímera, ya que había que gastarla de inmediato para no levantar sospechas.
Una peseta era tan importante que perderla se convertía en una catástrofe, lo que solía ocurrir con frecuencia en un tiempo en el que andábamos por la vida con los bolsillos rotos. Los niños de antes siempre llevábamos un bolsillo descosido, aquellos pobres bolsillos que nuestras madres se empeñaban en remendar una y otra vez y que siempre acababan perdiendo la dura batalla de la vida. En un bolsillo cabía nuestra infancia, era un pozo sin fondo. Las canicas, el trompo, el pañuelo y hasta el chicle a medio comer lo acababas guardando en el bolsillo. En el bolsillo llevábamos el tirachinas, las piedras brillantes que encontrábamos en la orilla de la playa, las chapas que íbamos buscando entre las mesas de los bares, el trozo de pan que guardábamos cuando el bocadillo se nos hacía insoportable y aquella peseta familiar que nos daban para que nos compráramos un caramelo en el carrillo que ponían en la puerta del colegio. No era lo mismo ir a la escuela con los bolsillos vacíos que llevando una peseta. La moneda nos proporcionaba esa pincelada de ilusión que nos permitía soportar mejor las clases, sabiendo que a la salida nos esperaba la recompensa de un dulce o una generosa bolsa de pipas.
Por una peseta, a comienzos de los años 70, era posible comprarse un polo de naranja, limón o fresa en la heladería Adolfo de la calle Mariana. Los más pudientes se permitían el lujo de invertir dos pesetas en un polo de vainilla o de coco, que eran el privilegio de los ricos. O así lo veíamos nosotros. Un corte de helado o una tarrina, que costaban un duro, eran palabras mayores y solo muy de vez en cuando, en ocasiones solemnes como un santo o un cumpleaños, gozábamos de ese placer imposible.
Si alguna vez te encontrabas en la calle una peseta eras capitán general. En verano nos gustaba mucho rastrear por la arena de la playa porque siempre aparecía algún tesoro. Recuerdo el día en que un amigo del barrio se encontró en el Club Náutico unas gafas de la marca Ray Ban, que según decíamos los niños de entonces, eran las más buenas del mundo.
También disfrutábamos haciendo batidas por las basuras del Paseo cuando los vecinos las depositaban en las mismas puertas de las casas. Mi amigo Guillermo, que tenía un olfato especial para encontrar tesoros en la miseria, llegó a completar la colección de la revista Reader Digest buscando por las noches en las basuras del centro.
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