La calle de Jaúl siempre salía derrotada en esa batalla que mantenía con el polvo. El mineral que nos traía riqueza dejaba un rastro de miseria en aquella calle con vocación de avenida que a finales del siglo XIX no era más que un camino de tierra que paralelo a la playa trataba de unir el centro de la ciudad con la vega y el sendero que más allá llevaba hasta la boca del río.
Ya era calle del mineral antes de que construyeran el Cable Inglés. Por allí cruzaban los carros que desde la estación del ferrocarril llevaban el fruto de las minas a la playa de las Almadrabillas, donde a través de espigones de madera, los célebres ‘muellecillos’, cargaban la mercancía en barcas para transportarlas finalmente hasta los buques que esperaban mar adentro.
Había semanas en la que los carros con el mineral ocupaban la calle desde que amanecía hasta que llegaba la noche. Era tanta la demanda que no quedaba un carrero libre en la ciudad, ocupados en la tarea de llevar el mineral hacia los barcos. El trabajo se hacía de forma intensiva porque cualquier demora se traducía en pérdidas para las empresas que se dedicaban a la exportación. Antes de que los vagones llegaran a la estación con el cargamento, una fila de carros esperaba desde la noche anterior para iniciar la faena de inmediato. Cualquier accidente por pequeño que fuera, como la rotura de una rueda o la enfermedad de un animal, podía convertirse en un drama comercial si no se resolvía a tiempo.
La calle de Jaúl era uno de los pasos obligados de la caravana y al calor del negocio surgieron algunas industrias con talleres donde reparaban los carruajes y donde los herreros resucitaban las suelas de los caballos. Por aquellos años, antes de que el Cable Inglés empezara a levantarse, la calle de Jaúl tenía también la importancia que le daba la presencia de la fábrica del gas y las fundiciones de hierro y metal que vivían de la reparación de las máquinas. Qué lugar tan singular la vieja calle de Jaúl, con sus industrias que le daban vida a la ciudad, con la fábrica que nos daba la luz, con sus expediciones de carros con mineral y con ese aspecto destartalado, con aire miserable, que la alejaban de ser una calle principal.
En 1891, cuando la gran riada del once de septiembre, la calle de Jaúl fue una de las grandes perjudicadas, con un aluvión de agua, piedras y barro que se llevó por delante algunos talleres y dejó la vía intransitable durante varias semanas, convertida en un lodazal que llegaba hasta la arena de la playa. De aquella inundación no se salvó ni la fábrica del gas, cuyas instalaciones quedaron seriamente dañadas.
Desde entonces la opinión pública empezó a escuchar las quejas de los vecinos de aquel barrio que suplicaban para que el ayuntamiento les concediera el milagro de la luz y adecentara la zona mandando equipos de limpieza. Cuando con el siglo XX llegó el nuevo puente de piedra y el cargadero de hierro se hizo realidad, cuando los raíles de una nueva vía del tren atravesaron la calle de Jaúl para construir la llamada vía marítima que enlazaba el puerto con la estación, los problemas siguieron siendo los mismos y la calle y todos los callejones que en ella desembocaban siguieron sufriendo ese abandono secular que le daba al barrio un aspecto miserable de lugar atrasado.
En 1916 los vecinos, desesperados de tener que vivir a oscuras, solicitaron al ayuntamiento que les colocaran cinco lámparas eléctricas en la calle. Ese mismo año, por marzo, el dueño del balneario del puerto presentó un escrito en las oficinas municipales participando que la sociedad Carlos Jover y Hermana había comenzado a higienizar el paraje que iba a ocupar la instalación del nuevo balneario en la playa de las Almadrabillas y necesitaba que el ayuntamiento pusiera en valor la abandonada calle de Jaúl para que se convirtiera en la zona de acceso principal hacia el establecimiento.
Fueron los dueños del balneario los que tuvieron que adecentar aquella zona de la playa situada entre los almacenes de la Fábrica de Gas y los talleres de la fundición ‘La Maquinista’. Con el ´Diana’, la calle de Jaúl ganó protagonismo. Ya no era solo la avenida de acceso a un ‘polígono’ industrial, sino la calle que llevaba hasta el principal templo de ocio que tuvo la ciudad en los meses de verano.
Unos años después, cuando se puso en marcha el otro balneario, el de San Miguel, fue la familia Naveros, propietaria del establecimiento, la que se encargó de presionar para que la calle de Jaúl se convirtiera en una avenida, cediendo al municipio parte de sus terrenos para la prolongación de la calle.
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