Los grandes cafés eran los templos del Paseo, donde la vida latía con otro pulso, donde se cerraban los negocios de la uva y del mineral, donde se organizaban las tertulias de toros y se enfrentaban las opiniones políticas, donde por las tardes reinaba la música en directo.
Entrando al Paseo de la República por la Puerta de Purchena estaba el célebre Café Suizo, cargado de solera y de historias. Era habitual que el Suizo ofreciera por las noches actuaciones musicales. Siempre gozó de buena fama entre los artistas. Al fondo de la sala tenía un pequeño escenario de madera, (que hoy se conserva en la zapatería que lleva el mismo nombre), donde actuaban las vocalistas más prestigiosas del momento. Las noches que había función el lleno era absoluto y el humo del tabaco formaba una cortina tan espesa que se podía cortar con un cuchillo.
El Suizo competía entonces en la misma acera con el Café Español, donde se vivió tan intensamente aquel tiempo que un día llegó a aparecer en los titulares de la prensa cuando en octubre de 1934, en una de las jornadas de huelgas que se vivieron en la ciudad, un grupo de radicales colocaron un explosivo en los servicios del establecimiento. En aquellos tiempos, ya con la familia Tara al frente, todavía sobrevivían los viejos rituales de las cafeterías antiguas y aquellas escenas de los señores terratenientes que llegaban con su sombrero, su abrigo y su bastón y había que ponerles encima un camarero en exclusiva. Además de ponerle el café, servido al viejo estilo, con jarra y agua incluida, el camarero le escribía una carta si era necesario, le llevaba el agua para la medicina, el sifón, la campanilla de llamada, y a la salida le colocaba el abrigo, le daba el bastón, le echaba la carta en el correo y si así lo demandaba, le buscaba un coche de caballos para que lo llevara a su casa.
El Café Colón también destacaba por sus tertulias diarias, que más de una vez terminaron en broncas, y por sus actuaciones musicales. Unas semanas antes de que estallara la guerra civil, tres bellas señoritas que formaban el Trío Ron, hacían las delicias del público almeriense sobre las tablas del escenario del Colón.
Eran los tiempos del Capitol, uno de aquellos cafés que pasaron por la historia de la ciudad sin hacer ruido. No tuvo la presencia del Colón ni del Español, que marcaban la vida diaria de Almería con su tránsito constante, con su rumor de cafés de gran ciudad donde lo mismo se tejían los negocios importantes que los pequeños detalles de la vida. En el Capitol los días transcurrían en voz baja, como en un segundo plano, el que tenía también la esquina del Paseo donde estaba instalado. Al pasar la calle de Lachambre, el Paseo empezaba a apagarse y el ritmo frenético que venía de arriba comenzaba a diluirse en una atmósfera periférica. Si por la puerta del Colón se pasaba a diario, al Capitol había que ir expresamente. Ese alejamiento le proporcionaba la tranquilidad que no tenían los cafés aristocráticos, por lo que se convertía en un escenario perfecto para alejarse de los tumultos y de las miradas de la gente.
Aquel Paseo de los años de la República seguía siendo un hervidero comercial, con firmas de la solera de la Dulce Alianza y la joyería Regente, que entonces se llamaba ‘Regent’, con grandes tiendas de tejidos como la de Plaza y la Madrileña, que tenía la peculiaridad de vender camisas y en el mostrador de enfrente navajas de Albacete.
En la Avenida de la República estaban la tienda de calzados de El Buen Gusto y los Grandes Almacenes El Águila, que todos los años, por diciembre, se transformaba en el paraíso de los niños. Era el Paseo de las peluquerías señoriales y de aquel curioso bar, llamado Cipriano, que puso de moda un eslogan que decía: “¿Quieres está gordo y sano y no perder tu entereza?Toma a diario cerveza de la que vende Cipriano”.
En el Paseo de los años 30 estaba la oficina de la Unión y el Fénix Español de los Romero Balmas, la instaladora Moderna, de la familia Segado, la Ford de José María Artero, la óptica de Daniel de Santos y la de Apoita, la tienda de música de Sánchez de la Higuera, la sucursal de la confitería el Cañón, el consignatario Berjón y el Hotel Simón, que entonces era el más importante de Almería.
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