Los que se tiraban del trampolín

El primer trampolín oficial fue el del balneario del puerto, a finales del siglo XIX

Jóvenes luciéndose en el trampolín del balneario el Recreo. Foto Porras. Museo de Terque.
Jóvenes luciéndose en el trampolín del balneario el Recreo. Foto Porras. Museo de Terque. La Voz
Eduardo de Vicente
21:33 • 18 abr. 2024

Cuanto más arriesgado fuera el salto más héroe era el que lo ejecutaba. Tirarse  al mar o a una balsa desafiando los peligros fue siempre una escaramuza fantástica para los adolescentes aventureros que no se conformaban con darse un baño reglamentario para refrescarse y necesitaban exhibir su coraje públicamente.



Carlos Jover, el propietario del balneario el Recreo, tuvo que instalar un trampolín de madera junto a las casetas para hacer más atractivo su negocio. Allí acudía la mocedad, dispuesta a lanzarse al mar haciendo piruetas, emulando a los marineros ingleses que en septiembre, cuando llegaban al puerto a por la uva, hacían las delicias del respetable tirándose desde las alturas a los brazos de Neptuno. 



Almería ha tenido siempre sus nadadores fetiche que rozaban el Olimpo de los dioses cuando se subían a la grúa del muelle y se dejaban caer de púa sobre las aceitosas aguas del puerto. No había otro espectáculo marítimo que despertara más expectación que las acrobacias de riesgo. Los saltos eran uno de los acontecimientos más atractivos en aquellos tiempos y reunía a cientos de almerienses en el puerto. Callejón, Ortiz, Paredes, Colomer, Miras, Valverde...eran algunos de los más célebres saltadores que hacían disfrutar a los espectadores clavándose rectos en el agua.  



Pero lo más emocionante de aquellas jornadas no eran las exhibiciones desde el trampolín, sino los saltos que los más valientes ejecutaban desde lo alto de una de las grúas de carga que existían en el muelle; volaban en acrobáticas posturas y terminaban entrando de púa en el mar, ante el entusiasmo de los seguidores. Cuando trepaban por las escaleras de hierro, peldaño a peldaño, sin mirar al suelo, un silencio estremecedor encogía los corazones. Arriba, el lanzador se colocaba en el filo de la plataforma de la grúa, sacaba bien el pecho para dar sensación de fortaleza, se concentraba durante unos segundos y se dejaba caer ante la expresión de asombro y miedo del público. Cuando salía del agua, después de haber ejecutado la maniobra a la perfección, era aclamado como si fuera uno de aquellos mitos de las guerras antiguas. 



En los primeros años cincuenta las autoridades prohibieron estos arriesgados saltos, no por el temor de que los saltadores oficiales sufrieran algún percance, sino porque aquellos valientes eran imitados después por las pandillas de muchachos, que sin ninguna experiencia ponían en grave riesgo sus vidas.



La gesta más grande, para la que se necesitaba mayor coraje, era la de tirarse de púa desde lo más alto del cable, poniendo en juego una mezcla de habilidad y valor que le daban al elegido el estatus de héroe local para toda la vida. Cuando alguien se clavaba en el mar de cabeza desde la azotea del cargadero, la hazaña no tardaba en dar la vuelta a la ciudad y su prestigio era tan valorado como el de los mejores boxeadores que aparecían en los barrios o como el que ganaba las carreras de ciclismo de la Feria. 



Tirarse del cargadero no estaba permitido y siempre había un guarda que estaba al acecho para evitar las escaramuzas de los muchachos. Si lanzarse desde las alturas era la mayor  prueba de valentía que se podía practicar en la playa, llegar nadando hasta la boya significaba la mejor demostración de fuerza y resistencia. La boya fue un lugar mítico para los jóvenes, un destino alejado y lleno de peligros al que sólo llegaban los más atrevidos.



Otra práctica habitual que la han practicado varias generaciones de almerienses ha sido tirarse al puerto desde la muro de la escalinata real. Quién no recuerda aquellas tardes de verano cuando volvíamos en pandilla de bañarnos en las Almadrabillas y antes de ponernos la ropa hacíamos un alto en el puerto para demostrar nuestro coraje lanzándonos  al mar con el doble peligro que la escaramuza representaba, ya que los bordes del muro siempre estaban resbaladizos y el agua no era precisamente un espejo: cuando no estaba salpicada de restos de aceite y gasolina tenía manchas de alquitrán o desperdicios. Pero los jóvenes se sentían más importantes tirándose de púa, sobre todo si delante estaba la niña que le gustaba. Era una buena forma de exhibición.


Los tiempos cambiaron, poco a poco nos hicimos más modernos y un día, allá por los años 60, tuvimos nuestra piscina sindical con trampolines reglamentarios. De las aguas del puerto salías reforzado en tu condición de héroe arrabalero, mientras que la piscina te daba una aureola de atleta y un glamour de cine que era aprovechado por los exhibicionistas de turno para alcanzar el grado de ídolos de piscina. 


Eran los más chulos de la piscina, los que caminaban por el borde como si estuvieran atravesando una pasarela y cuando pasaban a la altura de un grupo de muchachas miraban al tendido, metían la barriga para adentro y sacaban el pecho hacia fuera como si estuvieran jurando bandera. Presumían de sus músculos marcados cuando los demás éramos auténticos canijos y se compraban en Marín Rosa y en la Sirena el último grito de bañador que casi siempre llegaba al mercado de la mano de la marca Meyba.


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