Ser vendedor ambulante de helados no era un oficio cómodo. Había que soportar largas jornadas de trabajo que aunque tenían la ventaja de no tener que madrugar, requería un buen estado de forma para poder soportar el calor en las horas puntas y las largas caminatas. El heladero ambulante trabajaba cuando los demás se divertían, sin la recompensa de poder darse un baño en el mar.
José Fernández Rueda, el dueño de la heladería la Violeta, que tenía la fábrica en la Almedina, llegó a tener a una docena de operarios vendiendo helados con carrillos, bicicletas y motos, en los que llegaban a todos los rincones de la playa desde Pescadería al Zapillo, y a todas las plazas donde hubiera niños jugando. El célebre Jarropo, el que fue eterno masajista y fundador del Pavía, fue repartidor de la heladería ‘La Violeta’, y hasta Rafael, el barquillero que en los inviernos de los años cincuenta se instalaba frente al instituto, se ganaba el pan de los veranos gracias a los helados de la Almedina.
Pero de todos aquellos empleados que pasaron por el negocio, ninguno dejó tanta huella como Manuel Muñoz Vicente, el comodín de ‘La Violeta’, un fondista del trabajo que lo mismo vendía helados por la playa que echaba una mano en el bar que el dueño de la heladería regentaba en el campamento de Viator.
Manolico era un todoterreno que a primera hora de la mañana se agarraba al carretón de tres ruedas y se iba a Pescadería a por las seis barras de hielo de veinticinco kilos cada una que abastecían la fábrica a diario. Cuando regresaba cargaba el carrillo de madera con los recipientes de helado recién hecho y se marchaba a ‘navegar’ y ya no regresaba hasta que se quedaba sin género.
“Manolico, un día de estos te vas a quedar hecho un charco en el suelo”, le decían los amigos cuando lo veían por esas playas de dios soportando el sol sin más protección que un gorrillo de tela blanca. Él, sonriendo, les contestaba: “Peor lo pasan los que están picando en una mina”.
Uno de los lemas que tenía era trabajar con una sonrisa en los labios. De nada le servía el malhumor, pensar en la dureza que le esperaba en cada jornada y en lo escaso que era el sueldo. Había que trabajar y la mejor forma de afrontar la realidad era tomándoselo con ganas, como si en vez de un oficio fuera una vocación. Y en cierto modo su trabajo tenía algo de vocación porque le permitía estar en contacto directo y diario con la gente, detenerse un rato con los amigos aunque solo fuera para compartir un cigarrillo en la primera sombra que se encontraba. Nadie valoraba tanto una buena sombra que Manuel Muñoz Vicente.
Manolico era uno de esos personajes que no podían estar parados. Su hermano, José ‘el Señorico’, tenía un buen empleo en la recepción del Hotel Costa Sol, y su hermano Antonio vendía tabaco durante todo el año en la esquina de calzados El Misterio. Manolico era heladero ambulante de marzo a octubre y el resto del año se busca la vida donde lo llamaran.
Su jefe, Pepe ‘el de la Violeta’, se lo llevó algunos años al bar del campamento de Viator, que también estaba en manos de la empresa heladera. Allí en el campamento, Manolico era más conocido entre la tropa que cualquier oficial famoso. Se decía entonces que lo conocían en todos los rincones de España, desde Galicia hasta las Islas Canarias. Y no le faltaba razón al que así lo aseguraba, ya que todos los años circulaban por el campamento más de diez mil soldados de todos los lugares del país, y todos pasaban antes o después por la cantina donde estaba el bueno de Manolico.
En los años sesenta, los repartidores de ‘La Violeta’ recorrían también los pueblos cercanos buscando un mercado donde tenían menos competencia. En la capital tenían que batallar con la marca Helados Adolfo, que en los años sesenta se convirtió en la principal fábrica de Almería. Las dos empresas compartían además el mismo barrio: una en la calle de la Almedina y la otra enfrente, en la calle de Alborán.
Los helados de ‘La Violeta’ estuvieron presentes en los veranos de la ciudad hasta los años setenta. Cuando el negocio dejó de ser rentable, porque llegaban nuevos tiempos con nuevas formas de entender el mercado, los viejos carrillos de madera se quedaron varados en el almacén.
Uno de estos vehículos que representaba el comercio ambulante de otro siglo, quedó expuesto como pieza de museo en ‘La Sirena’, una de las grandes tiendas de ropa de la época. Había turistas que cuando pasaba por delante de la tienda y veían el carrillo se paraban para echarse una fotografía, tal vez intuyendo que detrás de esa pieza de museo estaba la historia de tantos heladeros itinerantes que nos alegraban los veranos a los niños a fuerza de dejarse la piel y la salud bajo el sol ardiente de julio.
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