Cuando le nombraban el barrio de Villagarcía se emocionaba como un niño. Estaba unido a él sentimentalmente porque fue su patria desde que empezó a dar los primeros pasos por la arena de la playa entre caídas y revolcones. Por eso nunca se marchó y aunque acabó viviendo en el interior del Zapillo, procuraba pasar todos los días por ese trozo de orilla que le pertenecía.
Había pocos lugares en Almería, allá por los años cincuenta, que te marcaran tanto como aquel trozo de playa tan cercano y tan remoto a la vez, donde la ciudad parecía una acuarela anclada en el horizonte, donde la libertad se respiraba a diario mezclada con la brisa del mar.
A Jesús María Cortés Ramos (1954-2024) solo le faltó venir al mundo en una de aquellas barcas de pescadores que dormían sobre la arena para sentirse más hijo del mar. Nació en la calle García Cañas cuando toda aquella manzana no era todavía ciudad. Allí se vivía como en un pueblo, sin más ruidos que el de los carros de los agricultores que cruzaban por la entonces Avenida de Vivar Téllez camino de la Plaza, el del autobús que pasaba cuatro veces al día buscando la parada del Zapillo o el del viejo camión de la regadora municipal que en las tardes de verano limpiaba el polvo del camino para alegría de los niños, que corrían al lado para ganarse el privilegio de un baño.
En 1954, cuando Jesús nació, el barrio rozaba ya los trescientos habitantes y rivalizaba con Ciudad Jardín, que seguía creciendo calle a calle, poblándose de nuevos inquilinos, llenándose de casas como si fuera otra ciudad bajo la amenaza del mineral del tren que pintaba de polvo rojo sus amaneceres.
Villagarcía tenía vida propia: dos panaderías, varias tiendas de comestibles, la bodega de las ‘Tres Uves’, el taller de bicicletas de Ventura, el corralón de los Curicas donde se almacenaban las basuras, la casa de don Juan Ronco, ‘el Inglés’ y de María Kaiser, donde estaba establecido el consulado de Suiza, y el estanco.
El estanco lo regentaba Eloy Madrid Martínez de Castilla, un veterano del cuerpo de Carabineros que cuando le llegó la hora de jubilarse le adjudicaron el estanco para que se pudiera ganar la vida holgadamente. Allí vendía el tabaco de picadura que había que adquirir con las cartillas de racionamiento y servían vasos de vino para la clientela masculina, que en aquellos tiempos era la única que fumaba.
Uno de los primeros recuerdos infantiles de Jesús Cortés lo llevaban a la puerta del estanco, donde su padre pasaba los ratos libres hablando con los amigos y leyendo el Marca. Su padre era una institución en ese pequeño poblado que formaba Villagarcía. Se llamaba Manuel del Berro Cortés y fue uno de los fundadores del equipo de fútbol que llevó el nombre del barrio escrito en el pecho de las camisetas de los jugadores por todos los campos de la capital.
Tanto como el paisaje en el que creció, la infancia de Jesús estuvo marcada por el colegio Caudillo Franco, que tanta huella dejó en varias generaciones de niños. El colegio ocupaba un amplio solar ganado a la vega, con entrada por la calle Carmencita Franco y fachada a la calle Tejar. En los primeros años de funcionamiento, la zona era un arrabal en construcción en permanente crecimiento, donde las boqueras y los restos de las huertas convivían con los cimientos de los nuevos edificios. En cada palmo de terreno que se le quitaba a la vega surgía una nueva manzana de viviendas, con nuevas calles, con nuevas familias.
En los años sesenta, cuando todas las viviendas sociales que levantó el Franquismo se habían entregado y estaban ocupadas, el colegio Caudillo Franco vivió sus días de esplendor en los que no había un hueco libre y era difícil encontrar una plaza.
Además de un centro de formación, el colegio Caudillo Franco fue el lugar donde muchos niños de aquellos años probaron por primera vez la leche en polvo. Hasta los años sesenta, el reparto de leche en el desayuno se hizo habitual y era la misma portera del centro, Angelica, la que se encargaba de preparar los vasos de leche.
Su paso por aquel colegio le dejó grandes recuerdos y amigos para toda la vida. Después vino la adolescencia, su experiencia efímera en la Escuela de Formación y por fin su primer trabajo. No había cumplido aún los 20 años cuando se colocó en la empresa Samadi, que le trabajaba a Sevillana. Entró como oficinista, pero como ganaba poco y se aburría mucho, se fue a la aventura de los montajes, donde se pasó media vida levantando postes y tendiendo cables por todos los rincones de la provincia.
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