Todos los años, cuando nos enfrentábamos al primer día de clase, uno de los pocos alicientes de la escuela y del instituto era descubrir nuevos compañeros. La sorpresa de la novedad podía ser doble si el alumno o la alumna en cuestión tenía uno de esos nombres que entonces se consideraban fuera de contexto. Recuerdo aquella mañana de octubre de 1973 cuando en el colegio Cruz de Caravaca, que acababa de inaugurarse, el maestro de Lengua, don Adolfo, pasó lista por primera vez y entre los niños apareció uno que se llamaba Agapito Martínez. Cuando el profesor pronunció su nombre una carcajada colectiva rompió la tensión del aula, como si nos hubieran contado un chiste. Nadie pensó que en ese instante estábamos siendo crueles con aquel niño de once años al que le habían colgado la cruz del nombre. El problema no era solo que se llamara Agapito, sino que además tenía cara de llamarse Agapito, como si aquel nombre se lo hubieran adjudicado atendiendo a los rasgos del rostro. Había muchas personas a las que el nombre les venía a medida.
Entre los nombres raros de mi infancia uno de los que más me impresionaba era el de mi vecino de la calle Arráez Obdulio Herrera Olmedo. Vivía justo enfrente de mi casa y era muy conocido en el barrio porque trabajaba de conserje en el Casino, donde ocupaba también el cargo de escribiente. Era el encargado de hacer las tarjetas de transeúnte, que eran el salvoconducto para que los amigos de los socios del Casino también pudieran participar en los bailes que se organizaban en la terraza.
Obdulio tenía una hija que se llamaba Obdulia, a la que los niños mirábamos con cierta compasión por la dureza del nombre que tenía que soportar. Recuerdo que era muy delgada y que según la rumorología infantil del barrio tenía toda la pinta de llamarse Obdulia.
En aquellos años de escuela uno conoció nombres y apellidos de todos los gustos y colores, pero ninguno tan extraño como la de un maestro del colegio de San José de la calle de la Reina que se llamaba don Pascacio. Al contrario de lo que podía parecer, Pascacio no nos producía ninguna risa ni nos daba pie para que inventáramos chistes con su nombre. El rictus serio y la mirada firme y sobrecogedora de aquel profesor nos dejaba tan impresionados que cuando alguien pronunciaba el nombre de don Pascacio nos poníamos rectos como velas, como si delante tuviéramos a un sargento de la Legión.
Otro nombre poco común de aquellos tiempos era el de Telesforo. En la casa donde años más tarde se refugió el poeta José Ángel Valente vivió en los años sesenta el señor Telesforo, que era todo un personaje en la manzana porque era el chofer que se encargaba de sacar a pasear al obispo. El nombre encajaba perfectamente en su profesión como si el día en que sus padres decidieron ponerle Telesforo hubieran pensado en que sería conductor de la Iglesia.
Tampoco era habitual llamarse Perfecto, por muy educado o guapo o inteligente que fuera uno. En la calle Arráez vivía don Perfecto Martínez, sacristán de la Catedral desde 1962, cuando se vino de su tierra, Guadalajara, siguiendo los pasos de su hijo Julián, que acababa de ganar en unas oposiciones la plaza de Beneficiado. Cuando don Perfecto se enfadaba, cuando los niños conseguíamos sacarlo de sus casillas, que era casi todos los días, el sacristán se convertía en el sheriff del condado y desenfundaba con la velocidad del rayo la vieja llave de hierro que llevaba en el bolsillo para atravesarnos la barriga con un disparo inocente.
Entre los nombres que considerábamos poco habituales a mi me gustaba el de Máximo porque era el de un personaje de los tebeos y porque el padre de mi amigo Ramón, que vivía en la casa del granero, se llamaba don Máximo y hacía honor a su nombre con una rectitud inquebrantable. Había ocupado un alto cargo en el ejército y ni en los años de retiro dejó de ser militar. El nombre de Máximo encajaba con su personalidad, con ese semblante austero y esa dosis de seriedad que lo situaba por encima del bien y del mal. A la hora de los castigos, también era don Máximo por mucho que le pesara al bueno de su hijo Ramón.
Recuerdo a Toribio, un vecino de la manzana de la calle de la Reina que iba a comprar a la tienda de mi padre acompañando a su mujer, que se llamaba Salud.
En esa lista de nombres extravagantes muchos recordamos en Almería al querido Genadio, aquel muchacho que en los años ochenta regentaba un kiosco de prensa en el Parque, frente al Gran Hotel. Al bueno de Genadio le sentaba bien el nombre y encajaba perfectamente en su vocación de cinéfilo. Se sabía de memoria todas las películas que echaban en los cines a diario y no se perdía ningún estreno. En Almería, todos los porteros de cine lo conocían por su nombre, Genadio, y por uno de su apellidos, Gavilanes.
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