“Esta ciega es imparable”, dice María Nieves Guirado Magaña, 1990, mientras desciende por el túnel de acceso a una pirámide egipcia. Cuando era pequeña le dijeron que podía perder la vista. Ella asegura que su 25% de resto visual es su capacidad ante la vida, pero su mayor virtud es superarse constantemente.
María vive sola en el centro de Almería en un piso decorado color rosa pastel. Trabaja en un kiosko de la ONCE cerca del Estadio Emilio Campra. Hace unos meses repartió medio millón de euros, la primera vez que daba tanta suerte tras ocho años como vendedora.
Su vida es una aventura desde que se levanta. Para llegar al trabajo tiene que caminar por aceras grises, el color menos accesibles, preguntar el número de autobús a alguien que esté en la parada y cruzar muchos semáforos. Si este no pita o si no ve la luz, simplemente se tira al paso de peatones y confía en la vida.
“Es la laguna del medio ciego, porque tienes que explicar a la gente cómo ves”, dice María. Pero ella vive así sin mostrar miedo. Nos conocemos desde el parvulario. Ella recuerda que estaba sentada sola en el patio cuando me acerqué y le dije si quería ser mi amiga. Aunque no lo recuerdo, jamás se me olvidarán los bocadillos de su madre envueltos cuidadosamente en una servilleta y papel de aluminio.
Cuando empezamos a leer y escribir, María se pegaba mucho al papel entonces su familia se dio cuenta de que algo no iba bien. Después de muchos especialista, pruebas médicas, visitas a costosas clínicas privadas pagadas con mucho sudor, llegó el diagnóstico. Atrofia óptica del nervio bilateral, una enfermedad que opaca la vista y reduce el campo visual.
“Recuerdo una vez que cocinamos macarrones y mi madre nos echó un puro para matarnos. Ahora entiendo que ella tenía miedo de que me quemara con los fogones”, dice María.
En la ONCE
Ella se afilió a la ONCE a los 10 años. La organización le brindó apoyo académico, emocional y mucho amor propio, el suficiente para darse cuenta de que estaba capacitada para hacer mucho más de lo que se esperaba de ella.
La primera vez que salió de Roquetas de Mar fue a un campamento en Alicante. Allí se dio cuenta de que había niños y niños discapacitados, que eran como todos los niños. También hacía teatro con el grupo Las Cacatúas Parlantes y ganaba campeonatos de atletismo, participaba en todas las actividades que la ONCE promovía para los niños y los jóvenes. Sus nuevos compañeros empezaron a llamarla Marini.
Sin embargo, el colegio Virgen del Rosario donde estudiamos la primaria estaba lejos de ser inclusivo. Los profesores eran viejos todavía imperaba el castigo, la violencia y la humillación como herramientas pedagógicas. La última tutora sentó a María cerca de la pizarra, sola y pegada a su mesa, para que viera mejor, la intención era buena, pero ayudó poco.
María salía del aula para hacer las clases de refuerzo con su profesora de la ONCE. Entonces se hacía un silencio incómodo entre los alumnos. No sabía dónde iba, ni qué hacía, pero nadie se atrevía a preguntar. Ella era la única niña discapacitada del colegio.
“Los profesores en lugar de ampliar las letras en la fotocopiadora, hacían una copia en un papel más grande”, dice María. La incomprensión se repitió en el instituto. Finalmente María terminó bachillerato en el nocturno y conoció a un profesor de historia de quien guarda un grato recuerdo. Fernando fue el primer docente que empatizó con ella y supo atender sus necesidades.
Como vendedora de cupones ha aprendido mucho: a cortar por lo sano y con gracia a los clientes, a hacerse con el barrio hasta considerarlo su casa y a indignarse mucho cada vez que un adulto compra un rasca para que un niño lo juegue. Siempre ha trabajado en Almería, utilizaba el mal comunicado transporte público, hasta que se independizó.
Barreras
Porque no es solo la barrera física, sino también psicológica, alguien que comenta: ¿cómo vas a hacer tú eso si estás malica?
Después de trabajar casi tres años bajo cualquier condición climática en la calle Pedro, un barrio que todavía visita con cariño, obtuvo el ansiado kiosko. Cuando fui a visitarla para dale la enhorabuena y María dijo: “¿A que parezco un escaparate del Barrio Rojo de Amsterdam?”, las dos nos reímos a carcajadas.
Con el tiempo ha aprendido a jugar con ventaja a hacerse la ciega total para pasar el control del aeropuerto. Aunque después sienta vergüenza ajena por el trato de la asistente que la sentó y le quitó la chaqueta. También tiene aparcamiento reservado. “Es para minusválidos”, gritaba uno cuando nos vio bajar del coche. María dijo: “tengo una discapacidad” y me miró enfurecida: “discapacitado, se dice discapacitado, que yo no valgo menos que nadie”.
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