Solo quedan vivas dos personas en Laroya que vieran con sus propios ojos aquella plaga incandescente que asoló lo más remoto de la Sierra de Los Filabres hace ahora casi 80 años; Luisa Sobrino y Antonia Bujaldón, nonagenarias, eran entonces unas niñas cuando sucedió todo, cuando se activaron bajo el sol y bajo la luna más de 300 pequeños fuegos, los fuegos de Laroya, o los ‘fenómenos de Laroya’, como los bautizó el ingeniero que los estudió, José Cubillo Fluiters, y que salió, después de varios días de paciente estudio de campo, deambulando con ayuda de una burra por caminos escarpados, con más preguntas que certezas. Él, avispado manchego, una autoridad en los fenómenos atmosféricos, él, que había conseguido estirpar el barniz de superstición de algunos hechos acaecidos en la España profunda, otorgándole una explicación científica; él, que luchaba con su sosegado método de investigación rigurosa hasta hallar la verdad de las cosas, no pudo demostrar el origen natural de la lluvia que asoló a niños y mayores y acabó con cortijos, enseres, cosechas, animales y ropas en un pueblecito de Almería, en plena Postguerra, rodeado de carrascas centenarias, en los meses de junio y julio de 1945.
Cubillo, funcionario del Instituto Geográfico y Catastral, meses después de los sucesos, escribió en un libro de 190 páginas el resultado estéril de su investigación: “Me quedo con la conciencia tranquila de haber hecho todo lo que depende de la voluntad para desentrañar este misterio en Almería. Contra los hechos, no valen los argumentos”, terminaba diciendo”.
Todo comenzó la tarde del 16 de junio de 1945 en el Cortijo del Pitango, a ocho kilómetros de la población, cuando el delantal de María Martínez, una muchacha de 14 años, conocida como la Niña del Fuego -como la copla de Caracol- hija del aparcero de la finca, se puso a arder de improviso. Sus padres apagaron el fuego y la acostaron, pero entonces se prendió la sábana de la cama. En pocos minutos, en otra estancia diferente se puso a arder paja de centeno y también un haz de esparto almacenado. Después, los fuegos, todos independientes unos de otros, surgieron como por ensalmo en los corrales y en los establos acabando con la vida de varias gallinas.
Días después se sucedieron más incendios inexplicables en el cortijo de la Fuente del Saz. Miguel Acosta fue uno de los primeros testigos de esas llamas que empezaron a aterrar a la población quien relató a Cubillo cómo se quemaron varias sillas, una escoba y piezas de ropa. Eran días de intenso calor con un viento flojo de levante y cielo cubierto de nubes.
Santos, el cabo de la Guardia Civil de Macael-Purchena, que fue de los primeros en acudir a la llamada del alcalde, fue testigo de cómo ardió el granero en otro cortijo llamado El Cerrajero, con una llama roja y un humo azulado, dejando olor a pólvora y azufre.
El resultado de todo esto es que los laroyanos se atemorizaron y empezaron a sacar sus ropas y ajuares a la puerta de sus casas, aunque el fuego nunca afectó a la población, solo a los cortijos diseminados. La prensa de la época como el diario Yugo y el Abc, bautizaron el extraño caso como ‘la lluvia de chispas de Laroya’ recordando un acontecimiento histórico casi desconocido en Almería contado por Camilo Flammarion en su libro La Atmósfera, en el que refiere el comentario del abad Richard sobre un hecho de 1741 acaecido en Almería en el que “una nube impulsada por un fuerte viento, dejó caer una lluvia de chispas ardiendo en la ciudad de Almería, en el reino de Granada, que prendieron fuego en el campo y en parte de una escuadra inglesa mandada por M. Court, anclada en ese puerto”.
El gobernador civil, Manuel García del Olmo, alarmado por las noticias que llegaban de Laroya, ordenó abrir una investigación encabezada por el ingeniero José Rodríguez Navarro, que acudió al lugar de los hechos y quien determinó que los extraños fuegos no podían deberse a actividad volcánica, trastornos geológicos, desprendimientos de gases inflamables o a fenómenos eléctricos. También descartaron que se debiese a la mano del hombre, puesto que afectaba a distintos lugares al mismo tiempo.
Los fuegos se sucedían sin tregua y el cura hacía tocar las campanas cada vez que se tenía noticia de uno de ellos. Así llegó el ingeniero Cubillo, que estuvo en Laroya una semana rebanándose los sesos sin ningún resultado. Muchos almerienses creyeron que el fuego se producía porque era una zona mineralizada y se registraron más de mil concesiones mineras en la Jefatura de Minas en una semana soñando con hacerse ricos.
Transcurridas ocho décadas de los acontecimientos, lo único cierto es que aquella lluvia de chispas espontáneas y caprichosas que atemorizó a la humilde población de Laroya aún está por resolver. Queda para el recuerdo, una llama de piedra como monumento conmemorativo en el municipio y los recuerdos casi borrados de dos ancianas que no quieren volver a reproducir unos hechos enigmáticos que no tuvieron explicación ni siquiera para uno de los hombres más sabios de aquella España lejana.
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