Agustín Flores, Tato, era un joven inquieto, melenudo, en los primeros 60, aficionado a la música de The Beatles, en un rico pueblo minero venido a menos, en el que los padres de familia agarraban una maleta de cartón para irse al cantón suizo.
Se juntó con otro espíritu libre, Pepe Grano de Oro, a escuchar un tocadiscos en la calle del Aire. Éste, el Chulí, pariente de Miguel Flores, uno de los cronistas más brillantes de la provincia, estudiaba ingeniería en Cartagena donde había formado parte del grupo Los Pájaros.
Los estudios se resienten y decide volver a Cuevas, donde aparece con su guitarra eléctrica y una batería desvencijada. A ellos se les unen, en esas tardes musicales, Andrés Bravo y Gaspar Flores, que tocaba en la Banda Municipal. Deciden crear un grupo, un conjunto músico-vocal se decía entonces, para ganar un dinerillo ese verano lejano de 1967.
Se les une José Antonio Meca, hijo del director de la Banda, que tocaba el órgano y debutan en las fiestas patronales de La Campana, una pedanía de Pulpí, donde casi los corren con el gallao porque no había luz eléctrica y no podían enchufar las guitarras: los paisanos pensaban que el baile iba a ser, como siempre, con pitos.
Empezaron entonces, una pequeña gira comarcal, más anónimos que un africano en una parada de autobús, a tocar por Garrucha, por Mojácar, por Aguilas, con la incorporación de Alfonso, hermano de Pepe, como vocalista. Era la época yeye, del pelo largo, de los rizos de ballena, de pantalones de campana, con Amancio quitándole el puesto a Di Stefano, porque nada es eterno, ni una Saeta. En España subsistía una dictadura, lo sabían, pero se convivía con ella como se hace con una mancha en la cara o con un hombro dislocado. Había alegría, España, Almería ya no era gris. Y allí, en ese momento preciso y precioso estaban ellos, esos chavales de la tierra de la plata, con unas ganas de triunfar inmensas.
Los recuerdo remotamente en la Terraza Cinema de Garrucha, risueños sobre el escenario, sobre un suelo apretado dealbero, donde bailaban parejitas de novios escuchando Esa niña que me mira. Embrujaban al personal, eran los Beatles melódicos del Levante almeriense. Todos los pueblos, por aquellas fechas tenían su conjunto, pero ellos hechizaron más que nadie con sus canciones propias. Tenían a Pepe, un vate, una fuente inagotable de composición con las cuerdas y el papel en blanco, un Sotomayor, un Washington Irving moderno obsesionado con espíritus de moros y amores imposibles. Empezaron a contar con fans que los seguían por sus pedestres actuaciones iniciáticas, en casetas de feria y en aquellas discotecas psicodélicas donde giraban bolas en el techo y se bebía Licor 43. Empezaba el despelote en las playas, a pesar de Carrero y de Tarancón, la gente joven tenía ganas de vivir, de soltar amarras, de dejar ya la copla y el pasodoble, las lágrimas de Valderrama y los quejíos de Farina. La música de Los Puntos sonaba junto a la de los Teddy Boys, Los Diablos o Los Sirex, en las pletinas, mirando a nuestra chica preferida en los autos de choque, en verbenas inolvidables en las que nuestros padres bebían cuerva, o cuando íbamos a la playa y bramaba el prehistórico radiocasette a pilas con la música de Grano de Oro, mientras la sandía se refrescaba sepultada en la orilla.
Hubo cambios en el grupo inicial: se marchan Andrés y Gaspar y se incorpora de inmediato José Belmonte, un virtuoso con el bajo. Deciden dar el salto a primera división, hacerse profesionales, grabar un disco.
Escriben a Fraga, que era ministro de Inf
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