Tal como estaba anunciado, a la hora del Angelus se reabrieron ayer las puertas color carajillo de Casa Puga. Y se volvieron a reunir los parroquianos de la tasca más antigua de Almería bajo los jamones colgados del techo, haciéndose sitio a empujoncitos en la barra de mármol; allí estaba de nuevo la plancha abrasando patas de jibia y dorando lomos; allí estaba Leo y Juan y Rafa, como si nada hubiera cambiado, dándole la vuelta a los champiñones y a la frase de Lampedusa en el Gatopardo.
Allí estaba también, eterno en el rincón, Manolo de la Poza y la vendedora de los viajes al Polo Norte previa compra de un décimo de lotería, allí estaba el serrín preparado para el suelo, los búcaros de flores en la puerta de Jovellanos y algún que otro turista despistado que nuca falta a la cita de Puga.
Todo igual, pero distinto, los camareros de siempre, con dos incorporaciones y dos nuevas cocineras. Puga es Puga y siempre lo será: basta unas gamba abrigada con una gabardina, el descorche de alguna botella alpujarreña y risas y sonrisas entre viejas y nuevas amistades almerienses.
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