En la misma linde del pequeño bancal y la playa, el jefe de puesto de la Guardia Civil de La Rábita, pueblecito costero entre las provincias de Granada y Almería, sembraba sus tomates y pimientos verdes, allá por los primeros años cincuenta, sin otras pretensiones que tener algunos avíos para la modesta cocina de la casa cuartel. Poco a poco, como suelen amanecer las grandes ideas, aquel buen hombre fue descubriendo que la arena que el viento caliente de levante depositaba sobre las matas no sólo no perjudicaba a sus hortalizas sino que las hacía crecer más a prisa. Un día las protegió además con un lienzo blanco izado sobre cañas para que los suaves golpes de mar no depositasen el salitre pulverizado en su mínimo huerto, y a los pocos días observó que los tomates y los pimientos verdes estaban hermosos y en sazón en un tiempo verdaderamente récord y al abrigo de la más elevada temperatura que procuraba el artesanal invernadero traslúcido. Sin saberlo, aquel guardia civil había descubierto los cultivos enarenados que años más tarde darían fama y prosperidad a buena parte de ese trozo del litoral almeriense, cuya «capital» habría de ser El Ejido. Hasta bien entrados los años sesenta.
El Ejido, entonces pedanía del municipio de Dalias, no tenía más calle que la N-340 que tan penosamente comunicaba por la costa las provincias de Almería, Granada y Málaga: modestas viviendas de una o dos plantas alineadas a uno y otro lado de la carretera, y poco más. Sin semáforos ni señalización de cruces, la pequeña población se atravesaba en un santiamén, incluso en aquellas tardes del verano cuando a los niños almerienses nos llevaban nuestros padres a tomar las aguas de Lanjarón. Pero andando los años, y después de que trascendiese la experiencia pionera de aquel guardia civil, desarrollada luego por un gran ingeniero agrónomo, Leandro Pérez de los Cobos, El Ejido empezó a crecer y muy pronto se supo que por el procedimiento de los invernaderos se podían exportar excelentes tomates, magníficos pimientos verdes, pepinos, melones y hasta claveles cuando todavía Europa tiritaba de frío y sus consumidores no disponían de otras hortalizas que las envasadas. El secreto de El Ejido, un microclima apetecido por el turismo e ideal para los cultivos tempranos, no es otro que sus temperaturas constantes en invierno, con una media por encima de los 18 grados; y vientos marítimos que oxigenan la explotación agraria impidiendo que las plantas se asfixien por el calor. Puedo dar fe de ello-, bajo la carpa de plástico del invernadero se alcanzan en días soleados, de los que Almería tiene más de trescientos al año, temperaturas superiores a los cincuenta grados, que, junto con la protección de las arenas de la playa y el actual y sofisticado sistema de riego capilar por goteo, completan las condiciones óptimas para la producción forzada o acelerada de estos auténticos cultivos de primor, que así se les llamaba hace años.
Y digo que puedo dar fe de ello, porque para documentarme a la hora de escribir una novela pasé largos y agobiantes ratos bajo los plásticos de algunos invernaderos tratando de conocer muy de cerca ese milagro de la naturaleza y de la técnica que ha convertido a El Ejido en el vergel de Europa. Tierras anteriormente sin valor empezaron a adquirir precio, incluso más alto que en la Vega del Guadalquivir, y pronto se hizo necesaria mano de obra abundante y barata para las faenas de los invernaderos, en torno a los cuales fue creciendo el más floreciente comercio y la más desarrollada industria de la provincia de Almería, tenida hasta entonces por la «cenicienta de España».
Años tremendos de duro trabajo, sudor y lágrimas en los que las primeras hortalizas amanecían en los mercados centroeuropeos después de lograr salvar él laberíntico trazado de carreteras de Almería por la ruta de Levante, cuyos firmes debían seguir siendo los mismos de Primo de Rivera. Pero, pese a tantas dificultades, las alhóndigas se llenaban al amanecer, se hacían los tratos en fajos de billetes de mano en mano, y millares de pequeños agricultores y braceros acudían a El Ejido al olor de la nueva pitanza que sus tierras y sus arenas deparaban con largueza. Entrados los años setenta, el centro económico de la provincia basculó de la ciudad de Almería a este nuevo emporio de riqueza a treinta kilómetros de la capital. Todas las entidades bancarias abrieron sucursales a uno y otro lado de la ya ensanchada N-340, Tiendas, supermercados y algo que nunca falla: los concesionarios de automóviles fueron tomando posiciones, al tiempo que los mejores profesionales almerienses se establecían en El Ejido con sus bufetes, consultas, oficinas y despachos, atraídos por una actividad económica por aquellos años de caída en la capital de la provincia. Y restaurantes, y hoteles, y clubes nocturnos, y saunas, y salas de juego, y discotecas, y días de vino y rosas... Mientras tanto el mar de Alborán empezaba a arrojar a las playas todas las madrugadas a cientos de norteafricanos en pateras que en su mayor parte eran absorbidos al momento como mano de obra barata de la pujante empresa agrícola de los invernaderos. Todos sin papeles, sin recursos, sin techo. Todos empujados por el hambre y la miseria. El Ejido y sus pedanías próximas se fueron poblando de millares de personas de color cuya integración se hacía muy difícil. Pero en su inmensa mayoría, también, buenos y honrados trabajadores que han contribuido a lo largo de un cuarto de siglo al progreso económico de la zona, las más de las veces ocupados en fatigosos trabajos de sol a sol. Por eso, en estos días de sucesos inaceptables, es preciso diferenciar entre inmigrantes y delincuentes.
Creo que El Ejido no fue sólo el escenario de una explosión xenófoba, sino también de un motín contra la inseguridad y el crimen. De ahí la responsabilidad social colectiva de objetivar los problemas que conlleva la inmigración para no caer en actitudes racistas de las que veo muy lejos a Almería y a los almerienses. Esos almerienses que, con una mano delante y otra detrás, salían en busca de trabajo a Alemania por los mismos años en que un guardia civil observaba descreído cómo sus tomates maduraban rápidamente al calor del sol mediterráneo, arropados por la arena de la playa y una sábana para guarecerlos de la espuma de las olas. Al estremecimiento doloroso que nos produjeron los sucesos de El Ejido debe seguir la esperanza fundada de quienes conocemos bien aquella tierra y a sus gentes. Programas de integración social y una más activa política de seguridad ciudadana deben seguir devolviendo las aguas a su cauce natural, para que la paz y la prosperidad se dibujen en el cielo de Al-Ándalus que pintaron los indalianos y que sentenció Julio Alfredo Egea en estos versos prodigiosos: «Almería, un rumor de gaviotas sobre la cal dormida».
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