Aquel pequeño caserío llamado Aguadulce

El cortijo que blanqueaba entre dos palmeras y la fuentecilla era el más antiguo de la barriada

Aguadulce, en los inicios del depegue vertical.
Aguadulce, en los inicios del depegue vertical. La Voz
Bernardo Martín del Rey
14:01 • 13 dic. 2019 / actualizado a las 14:05 • 13 dic. 2019

Era todavía no hace un siglo, un pequeño caserío diseminado por la llanura alta, que comienza donde termina el ingente macizo del Torrejón, las Puntas de La Garrofa y el Palmer, y desemboca la escarpada sierra de Enix, Casitas blancas, cuadradas, cobertizos y huertecillos al borde de la carretera, más acá y más allá, al filo de las ramblas y barrancos, protegidas por alguna cañada donde había alguna tierra de cultivo.



Lo demás todo campo, inmenso campo, que partiendo de las sierras oscuras del NO (Cerro de la Meseta), se extiende hasta la misma orilla del mar en una extensión de más de cien millas. En este dilatado terreno, que participa de regadío erial, secano y monte, aparecerían huertos cercados para la parra y el naranjo, sequías entre cañaverales, espesos bardales de pitas elevando sus bohordes como gigantescos candelabros, aisladas adelfas de flor ardiente, entre los peñascos de las vías pastoriles; y de vez en cuando, alguna que otra palmera con señorío de lejanía, junto a los aljibes, pequeños morabitos, sapillas de agua en penitencia, , norias rodantes, colmenares respaldados por vallas de erizadas chumberas. Más cercanas al monte veíanse corralizas grandes para los rebaños que se bajaban a invernar en la apacible costa; yuntas de bueyes y gañanes en plena labranza; bestias y otros animales paciendo y abrevando en los pilares de los aljibes y remansos de acequias; aves en vuelo; de higuera a higuera, desde el gorrión a la tórtola; palomas en las riscas; perros ladrando, gallinas picoteando a su albeldrío, gallos enarcando el cantar… Mujeres transportando el cántaro a la cadera o en la cabeza, camino de la noria o de la fuentencilla. Paisajes, en fin, con vida, color y diligencia. Todo eso veía yo, deslumbrado por la claridad y el espejismo de aquel vasto panorama, cuántas veces crucé por la carretera, viniendo o yendo a mi Valle del Andarax, donde todo es fronda y espesura. ¡Agua – Dulce! En verdad que me era suave y agradable ese nombre.



Hace unos años que el médico y pintor Doctor Monroy me invitó a pasar unos días en la bonita mansión que poseía en Aguadulce. Era una especie de sencillo chalet, con gracia de cortijo andaluz. Tenía allí su estudio de artista; tenía también una biblioteca de escogida recreación; pero lo que más me atraía era un original jardín que había al fondo de la casa. Comprendía tres pequeñas parcelas, siendo la última como un balconcillo-terraza sobre la playa, desde donde se contemplaba el más espléndido panorama que cabe imaginar (De Punta Elena a Cabo de Gata).



Durante los días de mi estancia veraniega pude apreciar las excelencias y naturales encantos que poseía la barriada de Aguadulce; su situación fondeadero, playa, clima templado: confortable albergue de invierno; alegre residencia para el verano; nubes alígeras con fugaces ensueños de lluvia, en primavera; y fantasía de tornasoles y púrpuras en otoño. Y bajé a la playa por una agreste rambla, y hallé una larga extensión de arenales cultivados, donde crecían legumbres y hortalizas, y verdeaban con adorno de florecillas la plantación de patatas de todo tiempo. Eucaliptus de lánguido ramaje, higueras, plátanos, pimenteros, cipreses y la elegante palmera evocadora del islam. Vallados de cañaverales ponían cenefa verde a las parcelas, protegiéndolas contra el viento. Me maravillé ante los abundantes borbotones y raudales de agua clarísima, fina, delgada y dulce, que manaba de los peñascos, casi en la misma arena. Los vecinos de la barriada se surtían de este precioso líquido, que tan cerca del agua salada entregada su gracia fresca y transparente. 



Aquel cortijo que blanquea entre dos palmeras y la fuentecilla es el edificio más antiguo de la barriada. Fue refugio de contrabandistas. Lo he pintado recogiendo el paisaje de su situación, y resulta precioso. Esto me dijo el Doctor Monroy, una tarde que admirábamos el campo desde la terraza de su pequeño jardín. 



La pequeña Aguadulce



Al antiguo caserío, diseminado y formando una sola calle, se le habían unido ya en 1897 otras casas, todas de una planta: y una ermita al pie de la “Meseta”, bajo la advocación de la Virgen del Carmen; habíase convertido en hermosa finca un erial, con el nombre de Casería del Rosario; el ingeniero del Puerto de Almería, don Francisco Javier Cervantes, se había construido un palacete de estilo inglés sobre los altos acantilados, con jardines colgantes, barandillas y escalinatas en descenso hacia la playa, poblada de árboles. Ya constituía la pequeña Aguadulce un lugar con Iglesia, Escuelas, tiendas, almacenes y carretera de grava, que se la disputaban los municipios de Roquetas y Enix. Hubo expedientes de anexión; y los vecinos, con voz y voto, eligieron la mejor administración municipal del término, porque la pequeña Barriada tenía su historia romántica, su romance y conocía el nombre de su Fundador. Yo encontré algunas noticias muy curiosas, y paso a transcribirlas para constancia de su origen y conocimiento de sus nuevos moradores.



Corría el año 1860. No cruzaba por este llano la carretera; no había casas. Solo un cortijo no muy grande, junto a la ramblilla, próximo al mar, que había construido el vecino de Roquetas, Ginés Perales, con vistas al “negocio” del contrabando, que en aquella época estaba todo en su auge.  No se equivocó Ginés. A poco de construir el cortijillo empezó a acudir la osada gente del mar y tierra, en demanda de protección de alijos, contra las vigilancias de carabineros que se desplegaban por San Telmo y la Garrofa. La casa de Perales se convirtió en una especie de ventorrillo, donde se refugiaban arrieros y contrabandistas; se ocultaban trabucos y escondías los revólveres de muesca; guardaban las facas y dejaban las mantas morellanas. Disponía el ventero de gente pagada contra los chivatazos; disponía de caballerías; y sobre todo de un buen vino y jamones de la Alpujarra. Ginés Perales les atendía “el negocio”. Rosa, la de Adra y Carmen la de Félix – dos garridas hembras- le abastecían de productos alimenticios a cambio de género de contrabando. También hacían su “ganancia”. En la playa de Aguadulce había, casi todas las noches, un misterioso movimiento de sombras agazapadas en la arena o espiando tras las fantasmales rocas de los Bajos. Antes del amanecer, por las ramblas de arriba, internándose en las sierras, desaparecían los alijos, camino a Granada.


Dieciséis años después había en el llano cuarenta y dos casas más. Cuando en julio de 1876 ya se habían construido la carretera vieja, que iba por los altos cerros de la Sierra de Almería, la Beata Soledad Torres, Fundadora de las Sierras de María, viajaba en un carro de mulas con dirección a Berja para establecer allí una de sus Casas para Enfermos, le llamó la atención aquella aldeica blanca de la costa y escribió: “Polvo, sol, higueras, chumberas… Caminos de lumbre- Cabras y pastores. Contritas quietudes… Por fin, allá abajo, en abierta playa de arenas azules- se ven casas blancas. Aquel pueblecito se llama Aguadulce. ¡Cálmenos cansancio- en su dulce lumbre!


Hacía 1895-96 fallecía en su Casa Venta el negociante roquetero Ginés Perales, Fundador de Agua – Dulce. Así consta en la lápida de su sepulcro en el cementerio blanco, cuadrado, lleno de sol, abierto y silencioso, sin más ruido que el del rumor de las olas, que, al fondo, en la playa, allí cerca, le dedican azules sufragios.


Ahora, Aguadulce joven poblado, con su breve historia romántica y conociendo el nombre y el romance de su Fundador, surgiendo del yermo como por encanto, floreciente, magnífica concentración residencial, regada por agua pura, convertida en la Ciudad satélite de Almería, y acariciada por la suave brisa, en la Costa del Sol nos entrega la Paloma de Venus, Delfines de Neptuno y la Diosa Ceres.


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