Desde un punto de vista personal, las personas más queridas nunca deberían irse de este mundo. Si esas personas, además de queridas son buenas, deberían ser eternas. Ayer dimos en Los Gallardos el último adiós a mi mejor amigo, Paco Llorente Caparrós, de 69 años, amigo y compañero de la infancia, de escuela, de bachillerato, de la emigración, del retorno de nuevo a nuestro pueblo y amigo de la jubilación. Es casi una utopía poder mantener una amistad permanente con una persona durante todos los años de nuestra vida. Paco y yo vivíamos en ese estado utópico. Él vino a este mundo en la calle San Joaquín, y a mí me trajeron del cortijo al pueblo con dos años a la calle San Diego. Una al lado de la otra. Los primeros años de nuestra vida era un constante trasiego de casas y calles: voy yo para allá o tú vienes para acá. El caso era estar siempre juntos. A él le escoltaba su hermano menor, Juanico; a mí, mi hermano mayor Miguel. La infancia vivida en la tierra y las esquinas de las calles de los pueblos es la más enriquecedora que puede tener un ser humano.
Nuestro paralelo caminar continuó en la escuela de párvulos, con doña María Hernández, y en la de primaria, con don José García Angulo. Después, ambos subíamos al ‘Correíco’ para ir a estudiar a Vera. A continuación, la vida llevó a Paco a Barcelona, a donde se iban a trabajar la mayoría de los jóvenes de la provincia, y a mí me condujo a la capital a estudiar. Finalizados mis estudios, me fui a su reencuentro en Barcelona. Vivimos en el mismo bloque, de inquilinos con dos hermanas. Allí tenía a su novia, hoy su mujer, Mari, y allí se buscaba la vida de forma holgada vendiendo libros a la burguesía catalana. Hablaba el catalán a la perfección.
El Magisterio me trajo de regreso a mi pueblo, a mi colegio, y un par de años después, aquí estaba también Paco. Se jubiló el funcionario municipal José González Ruiz, y le hice una llamada: “Oye, que José de Frasquitica se ha muerto, y esa plaza tú te la llevas de calle”. Eso hizo. Y la plaza se le llevó de calle porque Paco era una persona inteligentísima. Su memoria era prodigiosa. Jamás he conocido una persona con esa capacidad memorística. Era algo asombroso.
Pero la mayor virtud de Paco no eran su inteligencia ni su memoria. Era su corazón, su bondad y, sobre todo, su afán de servir siempre a los demás. No era necesario nunca pedirle un favor: bastaba con sugerírselo, porque de inmediato captaba el mensaje: “No te preocupes, que eso te lo hago yo”. Jamás una persona ha sido tan querida por los vecinos de su pueblo. Él no era un simple funcionario, era un servidor público que se desvivía por hacer el bien a los demás.
Se ha ido de manera absurda. Él se encontraba bien. Hace seis meses, mientras charlábamos en la Plaza de Andalucía, le dio un mareíllo. En Huércal Overa le hicieron pruebas de todo tipo y no le encontraron nada. El mes pasado, en Turre, le volvió a pasar, y también todo negativo. El domingo, mientras tomábamos café, le repitió de una forma breve. “Paco, tú tienes que ir a un neurólogo”, le dije por decirle algo, “y que los médicos no insistan tanto con el corazón”. “Bueno, cuando terminen los del corazón, iré al neurólogo; pero me han dicho que no es nada grave”. No era nada grave, pero hoy ya estamos sin él. Los Gallardos ha perdido al más querido de sus servidores públicos. Yo he perdido un trozo grande de mi vida. Mari, Ana y Francisco han perdido a un marido y a un padre ejemplar. Será ley de vida, pero nunca consigo aceptar que el diablo se ensañe de forma tan cruel con las personas buenas. Adiós, amigo.
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