Esta historia es de largo recorrido. Si fuese de desfiles procesionales, no lo es, estaría cuajadita de estaciones de penitencia. Si tratase de la subida al Gólgota, pudiera serlo, en el recorrido cabrían más de tres caídas. Paulina Aguayo se vino en el 2005 de San Lorenzo, Paraguay, a Arboleas previa parada y fonda en Madrid. La hermana llamó: Paulina, vente; Paulina se vino. Allá, en San Lorenzo dejó tres hijas y un hijo; y una mala espina familiar, descosidos en el corazón y sí, también en las carnes.
La fotografía de su hijo Roberto Alberto Bareiro Aguayo preside la mesa en la que Paulina, poquito a poco, entre dos tazas de café, lágrimas ingobernables en el borde de sus ojos, y el servilletero a modo de peana, ha organizado un pequeño retablo. En el televisor de la cafetería de Albox donde conversamos alguien habla de unos lazos. Paulina cuenta que “al año de estar yo aquí, mi hijo se contagió de una hepatitis que no cogieron a tiempo porque él se lo calló, no quería preocuparme”. Los familiares, tras muchas vueltas y engaños, le confesaron que su hijo se moría. A partir de aquí, Paulina Aguayo removió lo removible con tal de ver a su hijo en vida. A esta inmigrante sin recursos, viajar a Paraguay le era semejante a una misión aeroespacial. Tres días de viaje le llevó alcanzar el aeropuerto de la capital paraguaya. Llegó tarde a San Lorenzo. El crío había fallecido.
Y, dígame, Paulina, ¿por qué regresó a España? “Por dinero, no tenía otro motivo. Bueno, y por el Sintrom. Y porque yo quería huir de la realidad; desde el fallecimiento de mi hijo cambió mi vida, soy otra”. A veces, esta mujer de cabello blanco parece ausentarse o es que las ausencias vienen a ella. Confieso que no sabría descifrarlo. La cita en Albox viene a cuento debido a que está supliendo a una compatriota suya que ha tenido que arreglar papeles. Una semana de trabajo al cuidado de un anciano que concluye precisamente el día que conversamos. “Y de aquí, a Arboleas de nuevo. Vendrá un señor inglés a buscarme. De cuando en cuando voy a trabajar a su casa, ya sabe, limpiar, cuidar el jardín, las faenas de casa. Tengo el diploma de ayuda a domicilio”.
Paulina se las arregla para hablar sin necesidad de preguntas. Así, sale a relucir que de las tres hijas, la mayor cursa el último año de Derecho, que será abogada, que darle estudios necesita de mucho dinero, que por eso volvió a trabajar a España; que hubo gente que la pagaba por debajo del contrato, que ella lo reclamó de buenas maneras y encontró malas respuestas; que puso el asunto en manos de un abogado; que para resolver la cuestión le han dado cita para el año 2020 y, claro, que ella no puede aguantar hasta entonces. Me suelta que ella es la perfecta candidata para ser borracha o drogadicta, que después de morir su hijo tuvo un infarto por el sufrimiento. Que tiene que medicarse con Sintrom.
Su monólogo toma un viraje al pasado de cuando trabajó algún tiempo en el Ayuntamiento de Arboleas. Después, quehaceres aquí, allá, a lo que salía. Repite como cuentas de rosario que no encuentra su sitio tras la muerte de su hijo. Ella dice que es fuerte pese a que intentó irse al otro mundo a base de ingerir medicamentos. Lavados de estómago, esas cosas. No quería vivir hasta que aceptó que su hijo, Roberto Alberto, se fue.
En Paraguay, cuenta, lo del Sintrom no es como aquí, en España. A las cuatro de la madrugada había de estar en la fila, doscientos metros de gente, y cuando le llegaba el turno ya no había número. A más a más, en un paso de peatones un individuo le puso un cuchillo en la cadera, le pidió el móvil y la cartera. Ella cogió la hoja de la navaja, se cortó los dedos, la sangre manaba. Hasta ahí llegó. Otra vez para España. Aquí, la conversación, el recuento mejormente dicho, enlaza con tres o cuatro párrafos atrás.
Aprovecho que toma un sorbo de café. Paulina, por favor, dígame, ¿conoce a inmigrantes en situaciones parecidas a la suya? Y cuenta casos, uno tras otro, hasta 25 minutos de grabadora. Todos están protagonizados por mujeres. La que no está compartiendo habitación con los hijos, sale a lo que salga. Aquella otra cuida ancianos, unas veces le pagan lo convenido, otras no. Así van, al choque con la vida.
Dice Paulina que ella siempre avisa del Sintrom, que lo toma. Yo le aviso de que se hace tarde. Toma su bolso, su carpeta repletita de papeles “porque yo siempre voy con la verdad por delante y si hay que demostrarlo lo demuestro”. Bien, Paulina, y ¿ahora? “Pues a mi casa”. Disculpe usted, tengo entendido que duerme en una furgoneta. “A ver qué remedio. Si quisiera podría vivir en una gran casa, muy bonita, con todas las comodidades, pero no quiero pagar el precio que me piden. En otras condiciones, sí, usted ya me entiende, sin compartir cama, no por nada, es que soy así. Yo voy a limpiar, a cuidar, a cocinar; después, a mi furgoneta, que la tengo al lado de una casa que, como fuman y a mí me sienta mal el humo, pues no puedo estar”. Camino de su dormitorio, mucho más allá de Arboleas, Paulina cuenta que hubo un tiempo que no le hacía efecto el Sintrom. Le hicieron análisis, pruebas, todo bien. Hasta que le preguntaron qué había comido últimamente. Higos.
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