Cuando los ingleses llegaron a Mojácar

Hubo un tiempo en ese rincón de embrujo que era la Mojácar de los 60 y los 70 que a cualquier extranjero, a cualquier persona que no hablara español, se le llamaba inglés.

Cualquier guiri que no se expresara en un idioma comprensible para los comarcanos, tenía que ser a la fuerza ‘un inglés’. Daba igual que fuesen americanos como Tito del Amo o Fritz Mooney  o ruso como Benjamin Rapoport o danés como Paul Beckett. Cuando alguien quería decir forastero decía inglés, como en Argentina todos los españoles eran gallegos.

Han valido su peso en oro para el Levante almeriense, los ingleses, con sus pensiones traídas de fuera y gastadas aquí. Han contribuido al progreso de toda la comunidad: sin ellos no hubiera habido quizá Pueblo Indalo o Moresco, ni se hubiera desarrollado Mojácar playa, desde El Cantal hasta Las Ventanicas. Han sido y siguen siendo esenciales para Mojácar en un número que sobrepasa los 2.000. Unos se han mezclado con los nativos y otros no.

Y eso es lo atractivo: que Mojácar ha sido y sigue siendo un territorio de libertad donde ha convivido el Beefeater con el Jumilla, el biquini con la enagua, el salacot con la boina. Nadie se ha asustado ni se asusta. Nadie mira a nadie, porque Mojácar sigue siendo única para eso.

Una mañana de 1968 llegó al recién inaugurado aeropuerto de Almería el primer vuelo chárter procedente de Londres, pero hacía ya varios años que habían recalado por Mojácar embajadores y bohemios británicos, alentados por el gran Jacinto. Gente como el torero Henry Higgins, Bill Napier o  incluso aquel Gordon Goody que atracó un tren y que se ganó el aprecio de todos.

Después Mojácar se fue llenando, algunos huyeron, surgió Bédar como una ‘segunda Mojácar’, aún más alta. Pero de Mojácar nunca se va uno del todo, como no se han ido esos ingleses que aquí gimieron, rieron y procrearon, que aquí están enterrados, que aquí dejaron a sus hijos y a los hijos de sus hijos.