Una de las cosas que más nos excitaba a los escolares de hace algunos años era cuando entraba el jefe de estudios en el aula y nos anunciaba que al día siguiente irían los bomberos a apagar un fuego de mentirijillas. Y en esas que empezaban los agentes a desplegar mangueras entre las clases, nosotros teníamos que poner cara de susto como actores de esa tramoya, ante esas llamas postizas que solo servían de preparatorio ante la eventualidad de una tragedia real.
Ningún centro público o privado está libre de un siniestro, de un accidente, de un cortocircuito. De hecho, consultando la hemeroteca de este periódico, son varios los incendios que han asolado centros escolares en las últimas décadas, pero ninguno de ellos fue intencionado como el de Garrucha, como ha quedado demostrado en la investigación previa de la catástrofe del 'Mediterráneo'.
Fue ese Instituto, ahora convertido en un crematorio, el sueño de un pueblo, la ilusión colectiva de tantos padres y madres para que sus hijos, por fin, pudieran continuar la Secundaria en su propio municipio; fue, desde su inauguración hace ahora 17 años, uno de esos logros que dan confort a un territorio, una de esas conquistan que lo engrandecen. Ya no había que madrugar para subirse al Caito rumbo al Palmeral de Vera.
Ahí estaba ese nuevo ágora flamante, flotando junto a la Avenida de Las Palmeras, junto al Salar, donde tantos partidos disputábamos entre La Cimbra y la Calle Ancha, entre El Rayo y el Davisu; ahí estaba ya desde 2005, abierto a las risas escolares y a las enseñanzas del profesorado, junto a ese camino por donde bajábamos a coger brevas de La Cañá Flores o a partir la Vieja, mientras nos cruzábamos con Tony el Chirrí con su bicicleta que nos guiñaba un ojo tras su gorra de marinero.
Ayer atardecía Garrucha como el resto de la provincia, teñida de rojo como un planeta Marte, mientras su Instituto guardaba las huellas de una estúpida batalla de lumbre, mientras se observaban en las redes sociales los despojos de hollín y ceniza de un acto de mano cobarde. Ayer no hubo recreo ni clase de geografía y el hall permanecía mudo y solitario junto a la caseta de Paco el conserje; no hubo confidencias en la cantina, ni cambio de turno de profesores. No hubo nada, solo escoria negra junto al pladul.
Por eso, Garrucha salió a la Plaza Pedro Gea a maldecir ese atentado contra ese medio millar de niños y niñas que son el futuro del pueblo. Por eso, si hubo crimen contra ese pequeño ateneo de la enseñanza en Garrucha, debe de haber castigo, como en la gran novela rusa del mismo nombre. Aunque no será fácil- sin móvil verosímil- detectar al autor o autores de este caso de maldad gratuita.
No había dinero ni joyas que llevarse la madrugada de autos, no había botín, no había gloria ni honra que ganar con esa atrocidad, tan solo había cuadernos abiertos con el teorema de Pitágoras sobre los pupitres, versos de Bécquer escritos en la pizarra y corazones con flechas pintados en la pared. Da la sensación de que cada día que pasa nos vamos un poco más a la mierda.
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