Un gallardero en la isla de Cuba

Un gallardero en la isla de Cuba

Manuel Leon
23:18 • 05 mar. 2012
Juan Cano Girona era un adolescente de 15 año cuando embarcó en el puerto de Almería rumbo a Cuba. Era una mañana de 1912, el año en que se hundió el Titanic, justo hace ahora un siglo, cuando la familia Cano Girona dejaba atrás el villorio de Los Gallardos, aún aldea de Bédar, en un carro de mulas. Había adquirido pasaje de segunda en un transatlántico fletado por la naviera Pinillos repleto de emigrantes y de sueños. Habría que imaginarse a ese infante con sus ojos como platos, con sus pantalones cortos, hacinado entre almerienses que rezaban en los camarotes para cumplir su sueño americano. Dejaba atrás el pequeño Juan sus días de legañas en las calles polvorientas, su paisaje de chumberas y cántaros, para irse, con los autores de sus días, a buscar un mundo mejor: a vivir en una casa con agua corriente y a ver los chévrolet circular por anchas avenidas como aparecían en las fotos de cartera que los indianos enseñaban a su vuelta al pueblo. Ese niño gallardero, almeriense, se hizo grande y levantó la mayor fábrica de mosaicos de la ciudad de Santiago de Cuba. Se convirtió también en uno de los principales suministradores de materiales de construcción de las fuerzas militares norteamericanas en la base naval de Guantánamo (no había caido aún Batista, no había llegado aún Fidel). Se convirtió el emigrante almeriense, que salió con mocos y churretes de Los Gallardos una mañana de 1912, en un potentado capitalista con su actividad fabril ubicada en las populosas calles de Sagarra y San Felix, en el corazón de la Perla de las Antillas. Se convirtió este paisano, como muchos otros, en un ejemplo vivo del talento (más bien ingenio) almeriense; de la adaptación al medio y de las virtudes del trabajo y la honradez para ser considerado uno de los principales capitalistas cubanos. Allí se casó y tuvo hijos mestizos y en 1950 volvió preñado de orgullo a su tierra natal, como un marahá, con su guayabera de lino y sus zapatos de charol; sabiendo que su corazón era almeriense, pero su nueva patria y el lugar de sus últimos días era ya Cuba. No podía prever aún, en esos días de ron añejo y jazmines en el ojal, que la revolución castrista le iba a dejar pobre como las ratas unos años después. En estos tiempos en los que se empieza a pergeñar una nueva emigración de talento almeriense por culpa de la maldita crisis habría que recordar siempre las historias de nuestros antepasados que tanto lucharon y tanto sudor se dejaron en tierra extraña.






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