Fortuna, un pequeño villorio murciano dotado de aguas termales, se convirtió, a finales del siglo XIX, en la principal cantera de comerciantes de tejidos y pañerías de Almería. En diligencia llegaron hasta el corazón de aquella ciudad de blancas azoteas varios emprendedores del textil de la provincia vecina, que prosperaron y abrieron negocios en lugares emblemáticos de la vieja Bayyana.
Entre ellos, los hermanos Bartolomé y Tomás Pérez Palazón, que abrieron sendas pañerías -El Globo y la Villa de Lyon- en el Paseo del Príncipe. Junto a ellos, Pedro Ramírez Salar, de la Tijera de Oro, que se estableció en la calle Las Tiendas, y los hermanos Matías, Francisco y Fulgencio Pérez Ruiz, comandados por la vehemencia mercantil de éste último.
Fulgencio abrió una mañana de noviembre de 1912 -con coches de caballos y charlatanes en tarima como paisaje- la gran ‘Casa de Tejidos, Pañería y Confecciones El Río de la Plata’. Tan solo unos meses antes, los cuñados Campos y Rapallo habían coronado la Casa de las Mariposas y el Titanic había sido engullido bajos las aguas heladas del Atlántico Norte.
En la calle Real número 8, existía, con anterioridad, un pequeño almacén con el mismo nombre de Río de la Plata, frente al Guante, regentado por Enrique Rubí y dedicado a vender surtidos de suelas y cueros para las zapatería. Pero nada comparable al establecimiento que acababa de abrir Fulgencio Pérez, que ocupaba a diario un pliego entero de publicidad en los periódicos de la época.
El promotor alquiló y después compró el anchuroso local, que antes ocupaba una sucursal de Plata Meneses, al propietario Juan Espinosa, quien había reedificado el inmueble según proyecto del solvente arquitecto López Rull.
En poco tiempo, el Río de La Plata se convirtió en uno de los establecimientos con mayo volumen de ventas de la Puerta Purchena, compitiendo con otras casas de pedigrí como La Isla de Cuba y Almacenes El Aguila.
El Río era, al textil, lo que hoy día es uno de las grandes macros del bricolaje, donde hay género y variedad para aburrir. Don Fulgencio hacía llegar a Almería las últimas colecciones de la moda parisina para las esposas de los ricos comerciantes de la uva. Se exhibían en sus escaparates las sedas escocesas y los terciopelos, los géneros de lino y algodón, los echarpes y los velos de tul, que se vendían al por menor o al detal.
Fue, desde su instalación, el Río de la Plata, al lado de la botica de Quesada, un lugar de peregrinación para miles de almerienses de los pueblos que llegaban en tartanas con los duros de plata en el pañuelo a comprarse el traje de caballero que tenía que durar casi toda la vida o las enaguas femeninas de raso para los convites.
Contaba también con un equipo de sastres de predicamento dirigidos por el maestro Trinidad Lopez que laboraban en el taller en unos tiempos en los que, sin edificios altos, se veía por la ventana la Campana de la Vela y por delante de la puerta transitaban solo carros cargados de verduras y legumbres y el rugido del motor de algún esporádico Buick rodeando el desaparecido mingitorio. En la puerta, junto a la única farola que había, se apostaba Manuel ‘El tuerto’, un limpiabotas, aficionado al Jumilla, más de lo aconsejable, que cuando bebía lanzaba maldiciones gitanas.
El Río de la Plata se mantuvo abierto, con sus llamativos toldos de lona, hasta avanzados los 70, como un entrañable verso suelto de la Puerta Purchena.
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