Un pueblo de los Filabres. 24 de diciembre. 30 vecinos. Casi todos viejos. Chimeneas y olor a pan de leña. A las once, el claxon del panadero. A las doce, el carnicero. Una octogenaria con genio lucha contra el destino.
Sabes, Cris, que no tengo fuerzas y mira el día que es. Tú tranquilo, que ya nos apañaremos. Pepico viene tarde y el claxon no se oye. O igual me pilla en la siesta. Que estoy perdiendo oído. Anda, deja de meterte conmigo, Cris. Venga, ya verás cómo alguien se desliza por aquí. Y tendrás tu paté. O tu pollo. Y si cenamos solos, pues allá ellos. Pero, vamos, que se puede cenar sin paté. Estoy haciendo pollo cocido y lo mismo hay sorpresa. Claro, qué te crees. Sin sal. Es lo que hay. No me fastidies, Cris. Que no puedo marcar el teléfono. No puede la Paqui estar siempre a nuestros caprichos. Me crujen todos los huesos, hijo. ¿Que te aburro? Me dices que no, pero yo sé que sí. Como mi Juan. Es mi Juan, Cris. Anda, ven aquí, que voy a ponerte el pijama. El verde, sí. Aunque él no era muy de pijamas, Cris, que no era mi Juan un hombre de ternuras. Espera, que suena el puñetero fijo.
Qué tal, mamá.
Bien, gracias a Dios. Mujer, ¡te has acordado de mí!
Que tengas felices fiestas.
De felices fiestas, nada. Ahórratelas.
(...)
Feliz Navidad. Eso es lo que celebramos.
He hablado con la Paqui.
La Paqui. ¿Y?
Que sé cómo estás, mamá, que así no puedes seguir.
Escucho atentamente, hija.
Tú has sido una mujer fuerte, pero es que la edad no perdona. 89 años, mamá.
90, los cumplí en octubre. Siento recordártelo.
Felicidades, entonces. Alberto conoce al alcalde de Nueva Higuera.
Anda, qué bien, qué buenas amistades tiene tu Alberto para no venir mucho por aquí. ¿Ha ascendido ya?
En eso está.
Nada, vosotros dejad los hijos para mañana. Yo sí me acuerdo de tu cumpleaños, hija.
Deja el tema, mamá.
Mira, tienes razón. A veces los hijos no son lo que uno espera. Suelta lo que tengas que soltar, que se me pasa el pollo.
Vas con muletas, casi no puedes salir a la calle, tienes que medicarte. Mamá, Alberto ha encontrado una plaza en la residencia Ciudad Tardía. Es lo mejor.
Qué nombre tan motivador... Dile a tu Alberto que se meta la residencia por donde le quepa. Sabes, me has interrumpido una bonita charla con Cris.
Y encima hablas con el perro...
No es difícil de comprender, mujer.
Pero yo te quiero.
Yo solo sé una forma de querer.
Es por tu bien.
Por mi bien. Por mi bien. Hace año y medio que no venís por el pueblo. Y tu hermano... Ni una llamada.
Los pisos son chicos.
No, no te equivoques. Que no, que yo no quiero molestaros. Prefiero que me lleve el Señor. No, hija, no. Tú, tranquila.
Mira, es que...
No, me oyes. En mi casa y en mi vida, quien manda soy yo. Y, si acaso, Cris. Tú cuida de tu Alberto y disfruta de la vida. Cuando pase el tiempo, tendrás respuestas. Buenas tardes, hija.
¿Te has dormido, Cris? Ya. Anda, si ya los conoces. Algo debimos hacer mal. Ven, déjame que te cuente. Siéntate en el de Juan. Pues claro que puedes usar la manta. Te gusta que te rasque, bandido... A Juan le encantaba. Y el cuello. Mira, Cris, aquí donde me ves, cuando empecé a conocer cómo era, no me llamó la atención. Era tan estúpido que el señorito no daba los buenos días si se cruzaba contigo. No digas nada, Cris, me gustan los retos. Y era jodido.
Pero en aquel cántico de Navidad algo me desconcertó. Adela, su hermana, que Dios la tenga en la gloria, obligó a Juan a bajar a la fiesta del bar de Adolfo y llegó con un libro bajo el brazo y unas gafas cómicas. ¿Te imaginas la escena, Cris? Con un libro... Era media tarde y la alegría de los mozos en la Nochebuena, regados de aguardiente, chocaba con la estampa de lobo solitario de aquel treintañero, sentado en una esquina de la Plaza Arbolada. Galdós, leía a Galdós. Aquella Navidad debía estar yo cerca de los veinticinco y, como ni era guapa ni echá p’alante, lo del noviazgo lo daba casi por cerrado. Así que a la hora de felicitar la Navidad llegamos a la esquina. Intuí, entonces, que Juan nos había mirado durante el camino, pero agachó los ojos. Y decidí tomar la delantera:
-Feliz Navidad, Juan.
Levantó la vista solo un par de segundos. Sí, Cris, no te rías. Y siguió con Galdós.
-Que saludes, Juan, que es Celia – gritó Adela-.
Juan dejó el libro en el suelo y me miró con fijeza. Qué quieres que te diga: me asustó:
-Te pareces a Marianela – pensé, de súbito, que era una frase hecha y no imaginé ni por asomo que, detrás de aquel nombre, se escondía un proyecto de vida-.
Adela me tocó el hombro sugiriéndome que era el momento de marcharnos y, resueltamente, eso hicimos. No fue hasta el día de bodas cuando Juan me contó por qué me encontraba parecido con esa tal Marianela. Y no, Cris, no es que yo fuera pobre rematada. Ni él tampoco era Pablo. No, no fue mi Juan hombre de tabernas. Su paz eran los libros, alguna novela arrinconada en el baúl de su abuela, que la pobre estaba ciega pero le leían. Y su chimenea, el silencio en mi hombro mientras el sueño iba haciéndose dulce.
Bueno, que no quiero yo ponerme tonta, Cris. Que está cayendo la tarde, eh. Voy a echar un par de palos en la chimenea. Oye, Cris, ¿tú te vendrías conmigo a una residencia? A una residencia, dice mi chiquilla. Pues no es para darle de palos. Que yo con la señora que me echa cuatro horas y el botoncillo de la teleasistencia... Voy tirando. Pero tú y yo, fuertes. Qué leches, es Nochebuena. Venga, unas cartas. Ahí tengo una botella de anís. Sin vetos, eh. Me trajo la Paqui un turrón de Olula de Castro... Que luego vienen los zagales con el aguinaldo. Que luego es ya. Que son las siete, bandido. No te rías. Están bien criados, pero son buena gente. Pues claro que me voy a pintar los labios. Que una... El Manolo vive solo y se va a pasar. La Pepa y su Joaquín tienen visita, así que no... La Rafaela está solica y viene con la Paqui. Que te parecen pocos. Pues al piano, no faltaría más. Los zagales son la familia. Los de aquí, claro; de los otros... está todo escrito.
Tocan a la puerta. Las ocho. Un frío que pela. Vaho y niebla. Ladra Cris. Llegan el Manolo, la Paqui y la Rafaela y el gato callejero. En la calle, un búho cantarín. A las nueve toca el Manolo. Una pandereta y tres niños, los tres que hay, los del Julián, se oyen en la calle. En la tele habla el rey Felipe. Suenan las campanas de las nueve. A las nueve y cinco.
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