—Aguantad la postura, no os mováis…
Les habla con paciencia mientras ellos tratan de mantener la mirada al infinito. La fotógrafa ha venido a pasar unos días a casa de sus padres, a Almería. Se ha traído su cámara además de todos sus reactivos. “Esos productos embrujados que sirven para robar el alma de las personas”— murmura su madre mientras observa la escena.
—Ya está. Terminé. No sé si Miguelito va a salir bien, ya veremos. Mira que te he dicho que pensases en cosas tristes. Pero como eres un trasto…
—¡Ay, Amalia, qué orgullosa estoy de ti! Quién me iba a decir a mí cuando saliste por esa puerta para casarte con Paco hace tres años, que mi hermana la chica iba a ser la primera mujer de España en montar un estudio de fotografía.
—Yo tampoco lo imaginé nunca, Josefa. Pero, desde muy niña me quedaba extasiada con las novedades que portaban los viajeros que compraban en la tienda de nuestros padres. Y creo que todo arranca del impacto que me causó el daguerrotipo que me mostró un marino francés. ¿Te acuerdas? Yo tendría diez años. Traía un retrato de su mujer y su hijita en un estuche de madera y cristal. Dijo que yo le recordaba a su pequeña Adele a la que no veía hacía dos años. Pensé que aquellos rostros eran mágicos.
—Y tanto. Porque a mí, por mucho que me lo quieras explicar científicamente, que de esa caja negra salgan retratos de lo que tienes enfrente, me sigue pareciendo cosa del demonio.
—Quizá. En mi caso el demonio fue un polaco. Cuando supe que el Conde de Lipa, un fotógrafo extranjero afincado en Sevilla, estaba en Jaén y daba cursos para enseñar a retratar, no me lo pensé dos veces. Sin decirle nada a Paco traspuse en su busca y me planté en su buhardilla. Enseguida hicimos amistad y accedió a darme unas clases intensivas con su cámara. Después tuve que convencer a mi marido para invertir en una propia que pedimos a París. Le argumenté que quizá podíamos publicar en nuestra imprenta libros que incluyeran retratos, y vio el negocio. Así abrí el estudio de fotografía en el mejor sitio de Jaén, al lado de la Catedral. De eso hace ya dos años y no nos hemos arrepentido ni un solo día.
—¡Qué valor has tenido siempre, Amalia! No sé a quién has salido. Yo nunca hubiese imaginado mi vida fuera de Almería. En cambio tú, te casas con un jienense viudo con tres zagalones y te pones a trabajar como un hombre, así, sin más.
—Me gustan los retos, Josefa. Yo no estoy hecha para estar bordando rodeada de geranios como única función en la vida. Bueno, ya verás cuando tengas el retrato. ¡Lo que vas a presumir!
—Eso seguro. Mis amigas se van a morir de envidia. Seré la única en toda la ciudad que tenga un daguerrotipo.
—Como quieras, pero también lo podíamos ver como negocio y venirme en agosto, que es cuando el estudio está más flojo y así hacer caja en Almería, ¿no? Ya lo pensaremos. Ahora voy a arreglarme. Todavía es temprano para salir a dar una vuelta por el Malecón y escuchar a la banda municipal.
—Señora Amalia, ¿da su permiso? Ha venido el cochero de la casa de los Puche, está en la entrada. Dice que necesita que le acompañe a casa de su amo. Ha muerto su hija Milagritos y quiere que la retrate antes de enterrarla.
—¿La casa de los Puche, la que queda en la trasera de la Catedral? ¿Pero no se había muerto su única hija, María Dolores, hace cuatro o cinco años y la madre se había marchado de la ciudad?
—Así es, Señora. Ahora la casa está arrendada a un rico comerciante. Lleva viviendo en ella tres años. Su esposa llegó ya muerta desde Génova en el barco que los trajeron a Almería y fue enterrada en el huerto de los Puche. El caso es que el cochero dice que esta tarde la niña Milagritos se ha ido al cielo y quieren tener un retrato de la difunta. Sabe que está usted en la ciudad con la cámara y quiere contratarle. ¿Qué le digo?
—¿Y cómo se ha enterado que está aquí mi hermana? Amalia, yo solo se lo he dicho a la hija del boticario. Es un italiano muy rico, pero no se relaciona con nadie. No tienes por qué ir, podemos darle una excusa.
—No, Josefa. No puedo negarle el consuelo del retrato a ese padre, que encima es viudo. No te imaginas las penas que esta cámara es capaz de consolar. Desde que la gente sabe que puede hacerse retratos con sus seres queridos a un módico precio, la muerte ha sido la mayor fuente de mis ingresos. En Jaén hago fotos de difuntos casi todos los días.
—Pero eso es en Jaén. Y además, yo quería ser la primera que tuviese un retrato en toda Almería. Esa Milagritos no me va a llevar la delantera.
—Josefa, ten más caridad. Milagritos será la primera muerta de Almería con retrato y tú, por suerte, la primera viva con sus niños todos sanos. Aunque te aseguro que saldrá mejor Milagritos que vosotros. Como los difuntos no se mueven, son los mejores modelos y resultan la mar de favorecidos. A algunos hasta les retoco el color de la cara con goma arábiga para que parezca que están durmiendo y no te imaginas los resultados. Rosana, dile al cochero que recojo los instrumentos y que enseguida partimos para la casa de su amo. Volveré en un par de horas como mucho, Josefa, pierde cuidado.
El olor a azahar es lo primero que recibe Amalia a media tarde cuando pone un pie en el patio central de la casa de los Puche. La servidumbre le ayuda a sacar la cámara, el maletín y el trípode. Enseguida le recibirá el señor, Piero di Negro, el actual rey de los tejidos adamascados de todo el Mediterráneo, afincado en Almería.
Atraviesa el patio y llega a una estancia oscura. Le cuesta acostumbrar la vista a la penumbra. Hay una niña tumbada sobre una mesa de mármol rodeada de flores y velas: la pequeña Milagritos. No tendrá más de ocho años. De entre las sombras alguien le da un susto de muerte.
—Buona sera, Signora. Usted debe de ser la hija del señor López, la fotógrafa.
—Buenas tardes. —Responde paralizada por lo inesperado de encontrar a un vivo en aquella tumba —. Mi nombre es Amalia López de López, para servirle, don…
—Piero di Negro, a sus pies. Esta es mi pequeña Milagros. Esta mañana ya no había nada que hacer por ella y a las doce, cuando las campanas de la Catedral tocaban al Ángelus, la Madonna ha venido a por ella.
—Le acompaño en el sentimiento, Señor. No quiero entrometerme en su dolor. Pasemos al trabajo si le parece. ¿Cómo quiere sacar el retrato?
—Había pensado sentarla en algún sillón con mis mejores telas. ¿Usted puede retocarle luego los ojos y que luzcan abiertos para tener su recuerdo de viva?
—Sí, por supuesto. Tengo experiencia en ese tipo de efectos. Pero habrá que abrir las ventanas para obtener la mayor luz posible del exterior.
Toque de campanilla y aparecen cuatro sirvientes que proceden en silencio a mover a la niña y a ejecutar las indicaciones de Amalia. Una de las criadas se sienta en un gran sillón y los demás la cubren por entero con una seda morada tornasolada. Es algo habitual. Una mujer, suele ser la madre, sujeta al niño debajo de telas, para que parezca que la difunta quede retratada como reclinada en un amoroso asiento.
Don Piero pregunta en voz baja algo importante a uno de los criados. El sirviente niega con la cabeza a lo que el amo aprieta los dientes y musita un latigazo: “cagna.” (Perra)
La niña viste un traje de organza en tonos rosados con puntillas blancas, digno de una princesa. Una coronita de flores de seda rodea su cabeza, bajo una faz consumida por la enfermedad. Habrá que darle tonos rosas en las mejillas cuando rebele el retrato. El padre toma la postura de pie acompañando a su hija. Después pide algunos retratos más con Milagritos, según va aceptando las sugerencias de la experta.
Después de hora y media Amalia se despide del señor di Negro, indicándole que al día siguiente tendrá noticias de ella y de los retratos. Sube en el carruaje que la llevará de vuelta a casa de sus padres. Seguro que su hermana y sus sobrinos le aguardan impacientes. Y cuando ya está acomodada dentro del habitáculo, piensa que se ha vuelto loca. Milagritos está dentro, en el asiento de enfrente, más viva que ella. Con un dedo que se lleva a la boca, le implora silencio. Amalia obedece. Aunque quisiera, no podría gritar. Cuando salen de la casa de los di Negro la niña susurra.
—No se asuste, Signora. Soy la hermana gemela de Milagritos, Valeria. Ayúdame a escapar de mi padre, él la ha matado.
En el trayecto hasta casi el puerto, la niña le pone en antecedentes de la mala vida que llevaban las hermanas desde que llegaran con su madre, ya difunta, en el barco a Almería hacía tres años. Describe a un hombre amargado y bebedor, violento. Retrata en pocas frases una vida de torturas donde las niñas no pisaban la calle, tan solo para ir a misa a la Catedral. “Él ha envenenado a mi hermana y yo no quiero volver a esa casa. Si me obliga usted me tiro del carruaje a los pies de los caballos. Antes me voy con Milagritos”.
—Pero, criatura, cuando tu padre caiga en la cuenta que te has escapado en el coche, vendrá a mi casa y hasta me pueden meter presa. ¿Tú estás segura de lo que me dices?
El llanto ahogado de la pequeña Valeria, sus ojos de pánico le hacen decidir. Que no sea por ella, que no tenga que retratar a otra princesa muerta a manos de un tirano. Saca la cabeza por la ventanilla y sigue a su instinto. Como siempre.
—Cochero, ¿sería tan amable de dar la vuelta hasta el convento de las Puras? necesito hacer un recado urgente que había olvidado por completo.
Tras dejar a Valeria a buen recaudo con las monjas de clausura, la fotógrafa avisaba a las autoridades militares. Llegaría a su casa en noche cerrada, tras el arresto de di Negro.
Y la vida sigue mientras pueda. Amalia parte hacia Jaén en la diligencia de Granada, a los dos días del más difícil de su existencia. Sus artísticos retratos quedarán en manos de las autoridades.
Lo primero que acomete a su vuelta sin quitarse el sombrero, es lo más urgente: acercarse al periódico local del brazo de su Paco, mientras le cuenta con detalle el más desagradable memento mori al que se haya enfrentado. Definitivamente hay que cambiar el anuncio.
“Amalia López de López, calle Obispo Arquellada 2. Se hacen retratos, grupos, vistas, en todos los tamaños, se sacan fotografías aún en días nublados. Tiempo de exposición casi instantáneo. Absténganse de encargos de difuntos, ya no se dispensan”.
Amalia López Cabrera (Almería, 1836- ¿?)
Primera fotógrafa de España con estudio, Jaén (1860-68)
En la década de los setenta se traslada a Madrid.
Se pierde su rastro.
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