Estoy espiando a mis vecinos. Es uno de los efectos de vivir la crisis del coronavirus en soledad. El sábado, durante el aplauso a los sanitarios, descubrí que el desconchado edificio de enfrente está habitado. Escuchar palmas puede ser emocionante incluso en una pequeña calle con nombre franquista. Mirar al resto de ventanas de tu bloque y comprobar que no sale nadie produce inquietud y preguntas: ¿han huido todos? Aparte de estar sola en casa, ¿estoy sola en todo el bloque?
Pero no estoy sola. Escucho a la pareja de arriba bailar bachata y discutir, es decir, hacer vida normal. El vecino de abajo ha vuelto a sacar la guitarra para interpretar la única canción que se sabe. El otro día, mientras salía a la calle por segunda vez -y sin éxito- en busca de carne, le oí hablar por teléfono. “Mamá, ¿qué quieres que hagamos: que nos vayamos al pueblo y contagiemos a papá, que está malo del corazón?”, decía. Y no es que estén contagiados, es solo la posibilidad de estarlo lo que nos ha frenado a muchos jóvenes a la hora de seguir el impulso visceral de salir corriendo a proteger a nuestros padres (el coronavirus ha cambiado los roles).
Como decía, el otro día salí en busca de carne. Suena neandertal, lo sé, pero es que esto es casi salir de caza. De camino a mi carnicería de barrio, un chico paseaba a su perro en la Plaza de España. Para mi espanto, estornudó con una fuerza descomunal y no es que no se tapase la boca con el antebrazo, es que en un acto obsceno culminó su actuación escupiendo en el suelo.
Sé que actitudes así son la excepción. Hoy he visto por la ventana cómo una trabajadora de ayuda a domicilio entraba a otro edificio tan destartalado como aquel en el que aplaudieron. Esa imagen me ha traído más preguntas: ¿cómo están viviendo esta situación los mayores que viven solos? ¿Con qué clase de terror se acuestan cada noche en el silencio de su dormitorio ante los mensajes a veces irresponsables y apocalípticos que nos bombardean a todas horas?
Ayer leí en redes sociales que siguen llegando pateras a Almería. En los últimos tres días han sido cuatro solo en el mar de Alborán, una con 75 personas. Supongo que no sabrán la que tenemos encima; lo mismo si lo supieran, buscarían otro refugio ajeno a contagios de virus (y de insolidaridad).
Un amigo por el que siento devoción me decía anoche que teme que esta crisis cambie nuestra forma de relacionarnos: que dejemos de tocarnos y salgamos de esta más individualistas y atrofiados por tanta pantalla. Este mensaje es para él: “Ojalá pudiera darte un abrazo ahora”.
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