Si se muere la guitarra, echadla en el río para que la toque el agua. Dicen que si vienes a este mundo en lunes, serás buen tocaor. En ese día nació Ramón. Era un 4 de Octubre de 1982.
Ya ha llovido. Aún se conservan las dentelladas y bocados en la primera guitarra que le compró su padre Juan José cuando apenas andaba. Le he visto de cerca. Sus dedos buscan cuerdas imaginarias al describir esa conexión que se da entre cantaor y guitarrista cuando están a pocos centímetros.
Ramón plantea un ejercicio de generosidad, donde el cantaor se pone en manos del guitarrista y éste le hace un "traje a medida" para su voz.
El payo de Adra tiene un sonido envolvente, elegante y límpio con el que pulir los tímpanos. Se agarra a la madera y, a solas, experimenta. Muñeca al aire... puñado de nervios que se tensan, aroma de cuerdas inconformistas. Conoce bien el cante y tiene buen gusto.
Ramón Rivera, el de Adra, es un guitarrista llano pero hondo. De los que podría echarse unas florituras pero transmite la virtuosidad en lo sencillo y maneja de lujo la nota más importante del flamenco: el silencio.
Cuando toca, baila en la silla. Hilvanando las falsetas más rítmicas desde sus inicios y con buen caldo de cultivo en variedad de rasgueos. Con una alzapúa que el pulgar parece un cable pelado. Y sobre todo con mucha flamencura.
Ese Ramón Rivera que se expone, el que se la juega con la sonanta sin más compañía que la percusión y las palmas. El que tiene las yemas de los dedos de la mano izquierda mohosas y con la forma de la cuerda esculpida en el centro.
La guitarra le ha completado, le ha hecho relacionarse mejor con su entorno y expresarse con un lenguaje que no necesita la palabra.
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