Dentro estaba Asunción Valdés - juglaresa de nuestra Carmen de Burgos- desgranando con pasión su vida, sus anhelos, su olvido y su redención; fuera, muy cerca, bajo una lluvia soleada, estaba la casa donde la parió su madre Nicasia, las calles donde creció, la imprenta donde empezó a escribir; dentro, en el sótano del hotel Catedral, en lo que fue un aljibe moro, junto a un retrato inquietante de la escritora de Rodalquilar en el atril, José Antonio Martínez Soler, almeriense como la biografiada, adjetivaba el trabajo sustantivo, enciclopédico, de la biografiadora; y fuera, justo enfrente, estaba el rincón de la calle del Cubo donde mataron de un trabucazo a su abuelo, el contrabandista Burgos Coronel, en 1850. Vino la autora, por fin, tras su paso por el Ateneo madrileño, al sitio Colombino donde empezó todo, a presentar el libro que lleva por título ‘Revivir, la nueva Carmen de Burgos’. Y se hizo acompañar por Ana Westley, la autora de la efigie, por Roberto Cermeño, coleccionista formidable de su obra, por José Luis Martínez, editor de La Voz de Almería, quien le puso en la pista de ‘Perico el de los palotes’, por Emilia Pardo, pariente de la escritora, por el editor, Toni Cabot, por el anfitrión, el empresario Antonio Cantón, además de por un grupo de entusiastas seguidores de la vida y obra de Carmen. Y es que fue -es- tan densa, tan caudalosa, la biografía de Colombine, que siempre aparecen nuevos perfiles de una existencia tan poliédrica que se plasmó en más de 250 libros, novelas cortas y artículos periodísticos, casi todos ya a golpe de un click en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
Pero si tuvo algo de palpitante la presentación de la autora con apellido cafetero -consagrada periodista en la dirección de informativos de Televisión Española, jefa de prensa de la Casa Real, corresponsal de Radio Nacional, redactora de El País etc.- fue la de dar detalles de cómo el régimen de Franco quiso borrar su memoria de forma artera, por ser divorciada, por ser laica, por su antibelicismo narrando la Guerra de Africa. “Colombine, Colombine, a zurcir calcetines”, decían en su propia familia, la de esta escritora 40 años sepultada, hasta que una bendita americana llamada Elisabeth Starcevic la resucitó en 1976.
Ahora, Colombine, orgullo patrio almeriense, sigue acrecentando su leyenda gracias a plumas, investigaciones y trabajos de madrugada bajo el flexo como el de Asunción Valdés, quien hizo el ruego de que sea recuperada en los colegios, en los libros de texto de los institutos como lo que fue: una heroína olvidada de la generación del 98, esa en la que solo aparecen grandes mostachos y levitas.
Dos mujeres y un cuadro
Una es la que hizo, con paciencia anglosajona, la obra con el pincel y con el óleo sobre la madera de pino; otra, la gioconda que brotó de esas manos de corresponsal reconvertida en artista. La primera vino de América para darse de bruces en el verano del 68 con un almeriense de El Quemadero y aquí se quedó para siempre; la segunda es el retrato de aquella mujer que se casó por amor con un soplagaitas del que escapó en cuanto pudo. No hay mal que por bien no venga: Colombine fue lo que fue -lo que es y siempre será- gracias a aquel desengaño. Y ahí se la ve en ese cuadro, con el pelo corto, con un abrigo de paño, con el rostro maduro pero aún lozano, con los ojos satisfechos, quizá aún sin la cicatriz en el alma que le dejó la traición de un segundo amor de greguería.
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