Vive en una casa que parece sacada de otro tiempo. De techos altos, muebles de madera maciza y estructura laberíntica. Y de hecho, su bigote sugiere una juventud bohemia. La que tuvo cuando abandonó Medicina y se ganó la vida haciendo retratos en las calles de Granada.
El pintor Inocencio Navarro (Canjáyar, 1957) recuerda perfectamente su primer dibujo, el paisaje que hizo a los siete años en su pueblo en la tapa interior de un cofre que aún guarda como un tesoro. Su creación ya no puede apreciarse. Alguien forró de espejo y tela esa parte del baúl. Tampoco le preocupa en exceso. Él sabe que está ahí, al reverso de las iniciales esculpidas a golpe de navaja por su abuelo. También artista. También Inocencio.
Éste es un ‘Café con...’ tan atípico como su protagonista, que prefiere preparar dos con leche en su hogar de la calle Altamira de la capital a refugiarse en lo impersonal de cualquier bar cercano. “Hago muy buen café, mejor nos vemos en casa y así te enseño lo que pinto”, sugiere a la periodista durante la llamada previa al encuentro. De esa forma, una cafetera de las de verdad, no de las de ahora, acaba vertiendo una bebida espumosa y con cuerpo que esparce su aroma por las habitaciones. Tenía razón. Hace un café delicioso.
La historia de Inocencio es la de una persona que siempre supo lo que quería hacer, pero que dio muchas vueltas hasta que se puso a hacerlo de verdad. A pesar de tener vocación artística, se matriculó en Medicina por influencia familiar. No aprobó un parcial y, de allí, se fue a la mili, donde fue relegado a un batallón de castigo por rojo.
Después empezó con el diseño, primero en ‘La Crónica’ y, cuando esta cabecera cerró, en LA VOZ con Carlos Santos como director. “Coincidió con el momento en que los medios de comunicación del Estado pasaron a manos privadas. Ahora el periodismo ha perdido el rollo que tenía. Yo lo recuerdo de forma intensa, porque soy un sonámbulo y siempre estaba de cierre. Y terminábamos la noche en un quiosco tomando unas copicas”, dice.
Al final se aburrió del periodismo y montó un estudio de diseño y, más tarde, una agencia. Ambos negocios en Almería. La empresa Briseis lo contrató como jefe de publicidad y luego lo ficharon como director creativo de una agencia nacional en Madrid. “Hice dos pabellones de la Expo de Sevilla y varias campañas para la ONCE. No me sentía frustrado, pero sólo cuando dejé todo aquello volví a pintar”. Los dibujos no llegó a abandonarlos nunca.
La gran exposición
Hará cinco años montó una gran exposición de acuarelas en la sala de Unicaja del Paseo de Almería. “Me fue muy bien y vendí bastante, tanto como para cubrir los gastos que me había llevado prepararla. La gente me dice que por fin estoy haciendo lo que quiero y es verdad. Últimamente sigo creando, pero poco a poco. La cosa está súper parada”.
Lo mismo que cuando dejó la carrera. Entonces se ganaba la vida “de puta madre” haciendo retratos a los guiris en la Urba de Roquetas. “Sacaba cinco o seis mil pesetas diarias y en mi casa me consideraban prácticamente rico. Eso era en julio, porque en agosto me lo fundía yéndome de viaje a París. Lo que uno hace con veinte años”, reflexiona.
De Morente a Tomate
Con la música de Morente de fondo y la taza ya huérfana de café, Inocencio abre un portafolios y descubre un bodegón hiperrealista. Está orgulloso del trabajo realizado, aunque quizás no tanto como del retrato de Tomatito con el que aparece en la fotografía.
“No sé en qué me inspiro. Simplemente hay cosas que me atraen por la forma o el color, como la puerta del coche ese”, señala en alusión a un óleo que descansa en el suelo de su luminoso taller con vistas a la calle Altamira.
Cuando la periodista se vaya, volverá a dibujar. Un trabajo a medias lo espera sobre la mesa. Ese no lo cobrará. Hay una razón poderosa para que así sea. La misma por la que mantiene un dibujo infantil colgado en un lugar privilegiado de la pared. El talento que heredó de su abuelo ha seguido escalando generaciones.
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