Confieso que me gustaría estar equivocado pero creo que cada vez son más claras y menos interpretables las evidencias de la recuperación del odio en la vida de los españoles. Y esto, que quizás en Almería pase más desapercibido –salvo para los introducidos en esa jungla virtual de tribalismos que son las redes sociales- en zonas como Cataluña, en las que, siguiendo el estilo de las confidencias del presidente Zapatero al periodista Iñaki Gabilondo, “conviene que haya tensión”, alcanza unos niveles inauditos en España desde los nefastos tiempos de la preguerra y posguerra civil. Y si ya entonces era despreciable formar listas de personas no afectas a uno u otro ideario, confesión o bando, aterra comprobar que casi ochenta años después de aquello hay quienes siguen abrazados a los mecanismos totalitarios del señalamiento, la inquina y la delación. El mundo feliz descrito por Huxley en 1932 y previsto por Orwell para 1984, parece cobrar vida cuando vemos que en la modernísima, cultísima y presuntamente civilizadísima Barcelona se publican, en 2016, listas de personas no afines al movimiento independentista a las que se etiqueta y clasifica bajo epígrafes humillantes: fascistas, especuladores, bufones, franquistas, esclavistas y cosas por el estilo, concluyendo que todos los señalados son “responsables moralmente de actos aberrantes.” El libro, que se llama “Perlas catalanas. Tres siglos de colaboracionistas”, es un ejemplo notable de ese macartismo butifarrero que tanto gusta de las listas negras y las camisas pardas. Añadan a este disparate noticias como esa indicación de denunciar a los niños que no hablen catalán en el recreo o cualquier otra de la larga lista de excesos y acosos contra quienes se atreven a discrepar de la línea política oficial, como para no pensar si estaremos ya a un cuarto de hora de las antorchas en la pira de libros o de la colocación de símbolos identificadores en la ropa.
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