En política, el reparto de culpas suele tener la cadencia melosa de un bolero lleno de delitos y quebrantos. Hay que echarle la culpa al otro de lo que nos pase, para cubrirse luego la espalda con un dolor que fingimos tener.
Y así van a pasar los próximos días hasta que se confirme la convocatoria oficial de esas elecciones que nos van a estropear San Juan, la Eurocopa y el final de curso de los niños. Qué le vamos a hacer. Pero tal como uno lo ve, no habría que entender la celebración de unas nuevas elecciones como una calamidad de corte bíblico o como si las aguas pestíferas del Andarax llegasen a la boquera de la playa teñidas de rojo sangre. Por cierto, a ver si la Junta termina ya la depuradora prometida y nos libramos del caldo de cultivo mosquitero.
Como les decía, el anuncio de unas nuevas elecciones no debería interpretarse como la confirmación de una profecía macabra o el azote de una plaga letal. Repetir las elecciones quiere decir que no hemos sido capaces de ponernos de acuerdo. Ni más, ni menos.
Y eso es un baño de pringosa realidad para los sostenedores oficiales del discurso de la modernidad y el desarrollo imparable de la sociedad española, que sigue anclada en configuraciones frentistas que no son, como pensará mucho ignorante, consecuencia del funesto franquismo.
El “dos españoles y tres opiniones” está vigente desde tiempos de los Austrias. Entre los vetos, los insensatos intentos de retorcer la aritmética, los ejercicios de impostura y las demostraciones de falta de solidez en los principios políticos de más de uno, convendrán conmigo en que la llamada clase política española no ha querido estar a la altura de las circunstancias y ha desechado la posibilidad de cerrar el círculo de la Transición con un acuerdo amplio y generoso entre adversarios.
Ese gran pacto habría sido la mejor demostración de que éste es un tiempo nuevo, y no una disfunción del aún no liquidado bipartidismo, que acabará volviendo reformulado en sus siglas y sus protagonistas. Al tiempo.
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