El vídeo de una pareja en practicando el sexo en el metro de Barcelona se ha convertido en un fenómeno viral. No me extraña. Eso es algo que ya se ve todos los días en las películas, por supuesto, pero en ellas se trata de ficción y en lo otro no.
Claro que, si hemos de creer a esos extravagantes radicales de la CUP que condicionan la política catalana, lo del fornicio en público se trata de un hecho “bastante habitual”, que se debe “al papel que ha jugado la Iglesia Católica en la sexualidad”. ¡Toma ya!
Según eso, habrá que tomarse con naturalidad el que se fornique a plena luz del día en los estadios, las guarderías, los templos, las gasolineras…
Uno, en su conservadurismo, aún entendería que alguien no se contuviese ante una necesidad fisiológica apremiante, como la de esa mujer que en el metro barcelonés —otra vez— se puso a orinar en el andén.
Menos comprensible, en cambio, es el que su compañero impidiese la salida del convoy, a riesgo de provocar un accidente colectivo, hasta que la meona acabara de miccionar.
En otros países no se andan con contemplaciones ante estos hechos. Recuerdo que en los Juegos Olímpicos de Atlanta tres deportistas españoles pillados en un atasco de tráfico orinaron en el andén de la carretera. Tras ser detenidos por la policía, a punto estuvieron de perderse su participación en los Juegos.
Claro que eso no sucedió en la Barcelona fantasiosa de Ada Colau. En ella, lo más que puede pasar es que se aplique una tasa turística a todos aquellos visitantes de la ciudad atraídos por el coito en lugares públicos, mientras que se subvenciona a los esforzados practicantes del sexo sin inhibiciones ni tabúes.
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