Del "la calle es mía" de un Fraga silvestre y predemocrático a ésto de "el voto es mío" que parece estilarse ahora, no hay tanta diferencia: en ambos casos, al elector, al ciudadano, se le considera un sujeto pasivo, apenas una sombra, un bulto sin carácter, sin criterio y sin contradicciones del que lo más que puede extraerse es un voto definido y computado de antemano.
La calle era de Fraga, y bien que la entenebreció en sus peores días, y ahora el voto es, siguiendo esa misma estela autoritaria, de quienes antes de obtenerlo por la vía natural, la de las urnas, se lo adjudican anticipadamente y lo suman a otros logrados por el mismo quimérico y ofensivo procedimiento.
El campeón en el uso de esa triste magia que transforma los votos conseguidos alguna vez en votos futuros es, cómo no, Podemos, que parece tener una fe ciega en la imperturbabilidad de sus pasados electores, como si en sus papeletas del 20-D hubiera figurado un compromiso de adhesión inquebrantable para el 26-J. La absorción de Izquierda Unida no ha hecho sino exasperar esa percepción, pues al número se ha añadido la suma, de suerte que la de los votos obtenidos el año pasado por las dos formaciones es proyectada al futuro como un resultado tan neto, tan incontrovertible, que incluso haría innecesarias, para ellos, las propias elecciones: seis millones y pico de votos para la buchaca, y los demás que arreen para disputarse los que sobran, porque los demás no saben, al contrario que Unidos Podemos, cuántos pillarán en el volátil 26-J, sólo volátil para ellos.
Se suponía que el voto de uno, como el hambre de uno, es de uno, pero en un país donde la calle era de un señor de Villalba, no sorprende que los votos sean de los que mejor saben, o creen saber, apalancárselos.
Lejos quedan los tiempos en que la políglota Ana Botella no sabía sumar peras y manzanas: hoy Podemos acierta a establecer, con precisión escalofriante, los votos futuros.
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