Un aspecto del más rancio energumenismo nacional está presente en los repulsivos tuits que han celebrado la muerte en la arena del infortunado Víctor Barrio, y otro, en el intento de extender la culpa a todos esos ciudadanos que deploran la tortura y muerte de los animales con fines lúdicos, y que reciben el apelativo reductor de anti-taurinos. La barbarie tiene muchos aspectos, y éstos días estamos padeciendo varios de ellos al rebufo de un debate gárrulo, como no podía ser de otra manera.
Quien proclama en la plaza pública, que no otra cosa son hoy las redes sociales, su satisfacción por la muerte violenta de un semejante y por el sufrimiento que el triste suceso provoca en sus parientes y allegados, y, aún más, manifiesta su esperanza de que tales hechos se repitan, todo ello adobado de insultos soeces y faltas de ortografía, no ama a los animales ni a nadie, pues lo suyo, cual sus expresiones acreditan, no es el amor precisamente. Lo más parecido al amor que pueden sentir tan demediadas criaturas es el odio, un odio de radio tan extenso que les alcanza a sí mismas por ser, cómo diría yo, tan rematadamente gilipollas, demasiado incluso para ellas mismas. Por lo demás, disponen de un artilugio que difunde instantáneamente al mundo sus excrecencias, pues cuesta catalogarlas como opiniones.
Pero esos adalides de la estupidez, de la violencia verbal y de la mala educación encuentran a alguien en la trinchera de enfrente: esos que aprovechan que el Pisuerga pasa por Valladolid, esto es, que los canallas de los tuits dicen ser anti-taurinos, para desacreditar a quienes realmente lo son por amar y respetar a los seres vivos, y que por esa misma razón nunca se alegrarían de la sangrienta muerte de un torero. Cada vez más en precario el "taurinismo" por la mayor sensibilidad hacia los animales de las nuevas generaciones y por el menor patrocinio institucional, algunos osan mezclar sus intereses con la desventura de un torero y con los tuits salvajes de cuatro orates ociosos.
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