En los últimos Juegos Olímpicos, las deportistas españolas han dado sopas con honda a sus colegas masculinos. No ha sido ésta la primera vez ni tampoco será la última.
Su mérito es doble: tienen menos licencias federativas, menos ayudas (lo que cobra una profesional del deporte está a años luz de los deportistas varones) y menos valoración social de su trabajo y, en cambio, consiguen más medallas.
Estamos, por lo que se ve, ante una auténtica revolución sociológica: la mujer occidental (la española, más concretamente) ha salido del gueto histórico de la sumisión para convertirse en protagonista, no sólo de su propia historia, sino del acontecer colectivo. Las mujeres, hoy día, estudian más que los hombres, obtienen mejores resultados y hasta resultan más competitivas que ellos en casi todas las actividades, desde el deporte hasta la vida empresarial.
En contraste con ello, el papel de las féminas en otras zonas geográficas (sobre todo, en las de confesión musulmana) continúa siendo, no ya subalterno, sino humillantemente supeditado a los varones, convertidos en amos y señores de su destino. El último debate europeo sobre el uso del burkini no es más que otro desatino de quienes querrían que la mujer siguiese siendo un objeto sin derechos equiparables a los del hombre.
Por todo eso hay que valorar doblemente el éxito de nuestras deportistas. Por el logro conseguido y por ejemplo dado a quienes se resisten al cambio. Aún sigue habiendo discriminación de género, sin duda. También violencia que se aprovecha de su menor fuerza física.
Pero en la mayoría de los casos todo esto sólo supone una inferioridad moral e intelectual de los machistas que practican tales aberraciones.
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