El término “kamikaze” (viento divino, en japonés) hace referencia a los pilotos suicidas que en las postrimerías de la II Guerra Mundial se precipitaban en sus aviones sobre los barcos norteamericanos en un desesperado intento de invertir el curso de la contienda. La voluntad de hacer perecer al enemigo aun a costa de la propia vida puede ser considerada, en función de los bandos en conflicto, como un gesta heroica o como un acto de locura desmedida. Para los españoles, Eloy Gonzalo es el Héroe de Cascorro, mientas que para los filipinos no es más que un cabronazo con una lata de gasolina. Lo que vengo a decir es que para hablar de actitudes suicidas hay que tener muy claro que quien pierde su propia vida haciendo que los demás pierdan la suya haya tenido previamente la voluntad indudable de actuar de ese modo (los pilotos japoneses se despedían de su familia con cartas a las que añadían mechones de pelo y recortes de uñas) sin que exista la mínima posibilidad del error o la fatalidad. Por eso me ha sorprendido que al conocerse la noticia de un accidente de tráfico en la provincia de Almería con fatales consecuencias, desde el primer momento se haya señalado como “kamikaze” al conductor que metió su coche en sentido inverso por la autovía, sin guardar las mínimas cautelas procesales. Si el conductor (que además resultó muerto en el impacto) buscaba o no el choque intencionadamente, como quien pica su avión contra un acorazado o salta a la trinchera enemiga con una lata de gasolina y una mecha, es una circunstancia que habrá de ser dirimida por los investigadores del suceso. A veces, la simplificación periodística del titular llamativo causa el estrago de añadir dolor innecesario a los familiares y amigos de quien, simplemente, bien pudiera haber cometido el fatal error de confundirse en una rotonda y meterse por dirección contraria. Las prisas no son buenas, ni en las carreteras, ni en las redacciones.
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