El odio es una pasión subyacente e inherente a la especie humana que aparece generalmente con estímulos irracionales llevados al extremo. El odio muchas veces se confunde con otras reacciones “menores” que pueden ser fruto del miedo, rechazo, antipatía, desconocimiento y confusión. Otras veces, la instilación de mensajes redundantes hacia objetivos a batir por sectarismo y rivalidad generan una creciente aversión hacia colectivos, instituciones y líderes político-sociales que provocan un estado de ánimo que socava y predispone a reacciones airadas y violentas.
Recuerdo -hace muchos, demasiados años- una reacción urdida en un sanedrín político local que acababa de arrebatar la alcaldía a Fausto Romero (ganador de las elecciones municipales) por el conocido “pacto de izquierdas” que aglutinó a PSOE, PCE y PSA. Como militante del PSP de Tierno Galván, tenía algunos contactos con “camaradas” de la izquierda; y es ahí cuando conocí, en mi temprana juventud, los intersticios de una política parda y zafia que consiguió una rápida y duradera disuasión.
Alborozados por el éxito de la operación del tripartito local del 79 algunos, que no citaré por respeto a su ausencia, se embriagaron de éxito con una sórdida exposición de objetivos que pasaban por la destrucción física de símbolos del régimen anterior y la trama de una revancha que se listaba con nombres y apellidos. Entre otras cosas, se instó derribar esa misma noche la Cruz de los Caídos, lindante al Ayuntamiento; al unísono, alguien clamó ¡os olvidáis de la de La Garrofa! Y así, hasta detallar “infames y franquistas” costumbres como los festivales de España en la Alcazaba o los bailes de sociedad en el patio del Casino. Nada se dijo sobre un nuevo tiempo para los beneficios de los ciudadanos y el nuevo horizonte de bienestar y justicia con la nueva política pletórica de “progresismo”. Excuso decir que, tras una brevísima y fulminante reflexión, abjuré de militancia y “simpatizancia” de toda corriente política. Allí descubrí que la verdadera esencia del servicio público es, salvando las pocas excepciones, una pose y el postureo que ahora recorre los rincones de nuestra geografía y ocupa los minutos de nuestro tiempo.
En el distante recuerdo me quedó grabado que el odio es la máxima gradación en la degeneración de la rivalidad y la discrepancia. Y en eso estamos.
Veo el odio inducido en esos niñatos fascistas y liberticidas que revientan una conferencia en la Autónoma de Madrid. Veo odio en esos nazionalistas que justifican la violencia por el atrevimiento y “provocación” del discurso pacífico y abierto a la contestación. Veo odio y oportunismo sedicente por animar al amotinamiento y a las revueltas en las calles y plazas o en rodear el Congreso.
Veo odio irracional en animalistas que desean la muerte física a un niño con ilusión de ser torero. Veo lo peor en que “reviente una niña de tres años” por ser hija de un guardia civil… y veo esos Willy Toledo y otras basuras que alcanzan la notoriedad en la evacuación intelectual de su mayor escatología que inunda las redes y, con notable profusión, se amplifican en los medios de comunicación “serios”.
Creo que la sociedad actual ha de ser consecuente con sus experiencias inmediatas. Es el momento de rechazar los intencionados intentos de reapertura de la brecha que cerró con toda dignidad la Transición. Aún es momento para reconocer en la política y la democracia el instrumento que conduzca a la convivencia. La convivencia que están pervirtiendo interesados e infames prescriptores del llamado nuevo tiempo, cuyo éxito es directamente proporcional al mayor fracaso, confrontación y conmoción en la sociedad a la que dicen y pretenden redimir.
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