Siempre recuerda las noches que anunciaban la aurora boreal tras los recortes de la Sierra de las Estancias. Quedan en los lejanos recovecos de la memoria de infancia los comentarios y habladurías de los supuestos y desconocidos resplandores que constituyeron una constante preocupación de sus abuelos y de sus padres; de cuando los años de guerra que hicieron de su monte un refugio seguro de persecuciones e injusticias. Rumores temerosos, cuchicheos en voz baja, incertidumbres que hablaban de los reflejos en el cielo de un Madrid en llamas. Nunca llegó la aurora a los despiertos ojos del niño Ramón Atencia, “El Chaparil”, hijo y nieto de pastores, destetado de su madre casi a la par que los cabritos que pocos años después, con tan solo seis, sacaba de la majada y cuidaba entre aliagas y encinas.
Ulula el viento del norte y las heladas han adormecido los colores de la naturaleza hasta reducirla a una paleta de grises, ocres, pardos y verdes somnolientos. Llama “El Chaparil” a su rebaño con un “prrria” “prrrria”, en tanto cuenta de sus ancestros, una familia de pastores trashumantes de los Pirineos que se dividió en dos ramas, una se trasladó a las Bardenas y la otra a Sanabria, en Zamora, lugar de procedencia de sus progenitores directos que se asentaron bajo aparcería en un cortijo de María, limítrofe con tierras de Orce. Habla Ramón con franqueza de la dureza de su oficio, de lo mal valorado que ha estado siempre, a pesar de que desbrozan y limpian el monte bajo, pero prefiere la vida con esas fatigas frente a la rutina y prisas de la capital, a la que solo ha acudido para acompañar a su hermana al médico. En pleno invierno, al pie de las Estancias, el termómetro marca varios grados bajo cero, inclemencia que Ramón combate con pasamontañas, botas y recia ropa. Cuidan los perros que las cabras no abandonen su redil mientras acuden al dornajo para comer, en tanto el zagal desmenuza su jornada en animada charla. Madruga, todos los días antes de las siete de la mañana, y tras atender a las paridas en el corral, que se quedan estabuladas, aprovecha para desayunar y después se traslada con el rebaño al campo, lleva comida para todo el día en su zurrón y no regresa hasta que anochece. Para “El Chaparil”, tan necesaria es la comida como no olvidar su receptor de radio, un viejo “Inter” a pilas que ha sido su fiel compañero en las cuatro últimas décadas, al que mediante auriculares se mantiene aferrado para vivir en su propio mundo, ese escenario de sueños que las ondas han regalado a este septuagenario pastor. Son frías y áridas estas tierras de Ramón “El Chaparil”, sorprenden con plomizos peñascales, pero nunca les falta la cálida compañía de la radio, ese mágico invento que hoy celebra su Día Mundial, aunque Ramón Atencia, “El Chaparil”, no lo sepa.
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