Frigoríficos

Juan Pardo Vidal
23:49 • 29 may. 2017

En una vida anterior dejé a mi gato encerrado dentro del frigorífico. No es algo de lo que me enorgullezca, porque yo amaba a ese gato. Os cuento, tras una noche de fiesta llegamos a casa a las tantas, yo iba un poco piripi —he dudado entre usar el término ‘achispado’ o ‘beodo’, pero me he decidido por ‘piripi’, porque así mi madre, que me lee en el periódico, me entiende mejor— y nada más llegar a casa, como siempre, me fui al frigorífico a comprobar que, efectivamente, dentro de él había exactamente las mismas cosas que antes de irnos. Reconozco que compulsivamente compruebo, una y otra vez, que nadie ha dejado dentro del frigorífico una tarta de fresa, por ejemplo. Me paso las horas muertas con la puerta abierta, a ver si se me escapa algo, a ver si por combustión espontánea encuentro algo nuevo, dios sabe qué. Es cierto que me gusta mirarlo como a una hoguera, su poder hipnótico me atrapa, me gusta, me pone, sobre todo en verano. Y me sé de memoria lo que hay en todas las lejas, pregúntame si quieres. No imagino qué ocurrirá cuando fabriquen smartfrigos y estén conectados a la red.
Como soy autor, en mi frigorífico los alimentos están por orden alfabético, así encuentro la mahonesa más rápido que nadie en el mundo, la letra m está en la tercera balda —qué palabra más fea, ‘balda’, aunque aún es peor ‘leja’ —la mahonesa nunca está cuando se la necesita, se esconde detrás de las acelgas con tal de que no le aprietes la panza y haga esa pedorreta. Repito, porque me disgrego: en una vida anterior dejé a mi gato encerrado en el frigorífico. Yo abrí para lo que siempre lo abro, para nada, y como no tenía congelador en la parte de abajo, el gato se acercó a husmear, con tan mala suerte que yo no me di cuenta de que estaba ahí y cerré de un portazo. El minino se quedó dentro y yo me acosté tan pancho. 
Por la resaca que yo tenía al día siguiente calculo que en aquel momento deberían de ser las cuatro de la madrugada. Pero claro, dentro de un frigo hace fresquete y cuando, por la mañana, mi pareja se levantó y encontró al gato, entelerido, de la primera balda, ya eran por lo menos las 10:00 a.m, y, con razón, puso el grito en el cielo. El gato, ya puestos a ser sinceros, sobrevivió porque se comió dos yogures de pera y los restos de un pollo asado, —por eso y porque tenía, como Garfield, o como una marsopa, un canto de grasa que lo aislaba térmicamente, estaba fondón desde que lo capamos—. Era de raza, un ruso azul, y al abrir la puerta debía de estar más azul aún, seguramente tenía la sonrisa del capitán Scott. Yo amaba a ese gato, no sé por qué tanto enfado conmigo.
Mi abuela no tenía gato, pero tenía un frigorífico Westinghouse que compró poco después de la Primera Guerra Mundial. Cuando mi abuela falleció el frigorífico funcionaba mucho mejor que antes, lo congelaba todo, le daba igual en qué balda pusieras las cosas, él las congelaba y punto. Mi gato no habría sobrevivido en el frigorífico de mi abuela ni media hora, por eso estoy de acuerdo con el concepto de obsolescencia, no pasa nada porque las cosas se rompan, los gatos, las parejas, los frigoríficos, es ley de vida. Empecé a escribir este artículo para hablar de ese electrodoméstico y he terminado por daros gato por frigo. Disculpadme. Añadiré, para terminar, que muy a mi pesar no conseguí la custodia compartida de mi gato y que llevo años sin régimen de visitas. Los humanos tienen dos vidas, los gatos siete y los frigoríficos Westinghouse, tal y como sospechaba Albert Einstein, son infinitos como la estupidez humana.







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