Sabedor de que su moción de censura no tendría recorrido ninguno, Pablo Iglesias, el aspirante, podría haber optado por un discurso en gran estilo. Podría haber dibujado una política futura plena de audacia, de ilusión, de originalidad, de justicia y de progreso, sobre las bases de la Educación y la Cultura.
Lamentablemente, el líder de Podemos demostró carecer, para el trance en que se había embarcado por pura sed de liderazgo y de televisión, de estilo. Ni grande, ni pequeño.
Si gustó a casi todo el mundo su segunda, Irene Montero, fue no tanto por su tono incendiario y mitinesco, como por su autenticidad, reforzada por sus prometedoras hechuras parlamentarias. Pero supuso Iglesias que, tras el turbillón revolucionario de su compañera, el disfraz morigerado, la extraña sedación y el tono pastueño de hombre de Estado que se había agenciado para la ocasión iban a deslumbrar a la Cámara y al público en general, sin reparar en que lo apócrifo se desactiva al contacto con la realidad.
La realidad era una moción de censura contra el Partido Socialista Obrero Español en la casa que éste habita, el Congreso de los Diputados, desde hace una pila de decenios, desde muchísimo antes de que Pablo Iglesias balbuciera sus primeras consignas de agit-prop. Por primera vez en mucho tiempo se vio a la bancada socialista alegrarse con algo, disfrutar de su escaño y de la perspectiva de un futuro político aseado por el que nadie daba hasta ayer un duro. Si Rajoy salió reforzado, pues salir indemnne es salir reforzado, el PSOE también, y más si cabe.
Si el martes sorprendió Irene Montero, el miércoles sorprendió Ábalos, pues la radicalidad sensata sorprende más, en España, que la desmesura, de uso tan corriente. Podría Pablo Iglesias, el solicitador del trono cívico, haber actuado en gran estilo, pero ni supo, ni pudo, ni quiso. Su propia trapacería política acabó con él, como sus abrasadoras e interminables peroratas casi acaban, literalmente, con el resto de Sus Señorías.
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Rafael Torres