Se entiende el cabreo del presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker, con los europarlamentarios. Que el 96 por ciento de ellos no acudiese a su intervención en el Plano del Parlamento Europeo no es de recibo.
Por su función institucional, los eurodiputados reciben 8.213 euros mensuales, más otros 4.320 para gastos, amén de dietas, fondos para asesores, generosas jubilaciones y otras gabelas. ¡Qué menos que escuchar al primer ejecutivo de la casa!
Es verdad que los parlamentarios europeos tienen que viajar mucho a sus países para no alejarse de sus electores, para seguir las consignas de sus respectivos partidos políticos y para no resultar unos auténticos desconocidos en sus lugares de origen (tertulias de TV incluidas). De eso, a pasarse por el arco de triunfo el balance de los seis meses de presidencia de Malta y el discurso del jefe de todo el invento, hay un abismo.
De ahí, el monumental enfado de Juncker, quien los llamó ridículos y firmó que jamás volvería a acudir para sufrir semejante desplante. Un detalle, sin embargo, ensombreció el cabreo del luxemburgués y mostró su vanidad herida al reconocer que, si en vez del maltés (y de él mismo) hubiesen hablado Merkel o Macron habría habido bofetadas por escucharlos. Semejante actitud habría sido lógica, por una parte, pero habría evidenciado, también, que los europarlamentarios no son en el fondo más que unos fans, que van a Estrasburgo a exhibirse y, de paso, a admirar a los personajes de este siglo.
Claro que si a lo que se dedican es a eso, tanto más irían a las intervenciones de Ronaldo o de Lady Gagá. Y para eso no los votamos ni, la verdad, tampoco necesitamos que exista el Parlamento Europeo.
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