Que Cataluña se escinda de España sería nefasto, pero que lo haga porque les sale de allí a tres partidos secesionistas que apenas reúnen en conjunto el 48% de los votos de los catalanes, es imposible. La manía de mentir, que no sólo afecta a Puigdemont o a Rajoy, sino a la inmensa mayoría, ha derivado en unas descomunales tragaderas. Como se dice ahora con apabullante economía lingüistica y de ideación, es lo que hay.
Fuera de Cataluña, la mentira, esgrimida como argumento supremo y definitivo, de que es la realidad la que ha de ahormarse a la Ley, y no ésta a la realidad, que no es otra, a efectos políticos, que la de un Estado sin rematar su construcción, que entre tanto se ha quedado pequeño para las demandas y las necesidades de las nuevas generaciones, y sobre el que no puede ondear la bandera que, por no haber puesto el tejado protector de todo el edificio, señalaría de manera reconocible por todos la culminación de las obras de la casa comunal.
Dentro de Cataluña, la mentira independentista es, si cabe, más flagrante: vende las llaves de una casa, la arcádica, potente y feliz de los Países Catalanes, de la que no existen ni los planos.
Es tan grosera y rupestre, aparte de chulesca y provocativa, la actitud de los secesionistas de apropiarse de un trozo del edificio en construcción, que merecería un antagonista, un interlocutor distinto al que representa el inmovilista Partido Popular, varado en una idea arcaica y falsa de España, antipática, por ende, fuera del conservadurismo nostálgico y de los residuos de la "unidad de destino en lo universal". Pero también mienten quienes, como PSOE y Podemos, aseguran tener una alternativa, un plan para concluir las obras a satisfacción de todos, cuando, en puridad, no lo tienen. Lo del 1-O, por tanto, es irrelevante, una pequeña y tosca mentira, pero la mentira gorda es el después, el que vaya a haber un después. Es lo que hay: un tótum revolútum de mentiras. Y un tótum revolútum de credulidades atadas fatalmente a ellas.
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