Pues sí, yo también. He puesto una bandera de España en una de las ventanas de mi casa. Sometí la idea a votación del censo de residentes habituales y hubo unanimidad. Así que la misma bandera que tantas veces hemos sacado para dar ambiente al aperitivo previo a los partidos gordos del Mundial o de la Eurocopa, está colgando ahora mismo, por primera vez, en la calle. Y además, compruebo con alegría que no es la única. Es cierto que formo parte de una generación que creció con serios problemas de convivencia con los símbolos de España, sobre los que durante mucho tiempo ha gravitado una injusta identificación con los peores momentos de nuestra historia reciente. La bandera española era sinónimo del franquismo, del fascismo y de toda la guarnición habitual de inconveniencias para el discurso progresivamente correcto. Y todo ello, además, agravado con la presencia casi incontestada de grupos ruidosos que han hecho del menosprecio a esos símbolos una de sus permanentes señas de identidad, penalizando al discrepante con el señalamiento y el cachondeíto más o menos fino. Bueno, pues hasta aquí hemos llegado. Respetar a tu bandera y asumir con orgullo la historia –con sus luces y sus sombras- de tu país, no puede ser motivo de psicodrama. Las veces que he estado en el extranjero he comprobado que la relación de los ciudadanos de esos países con sus símbolos nacionales es de todo menos enrarecida, como pasa en España. Así que habrá que ir dando la vuelta a esa tortilla sociológica que identifica a la bandera de España con las calaveras de plomo de los que en su nombre han hecho atrocidades, porque también en su nombre otros muchos han dado –y dan- lecciones diarias de heroísmo, de entereza y de saber estar en la vida. Y creo que vivimos el momento justo de volver a demostrar que España es un gran país por el que merece la pena tener un gesto y que Almería es una gran ciudad. Y que me perdonen los que sigan instalados en los complejos y en las culpas pretéritas. Viva España.
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