Sé que no debería escribir esto, pero no puedo evitarlo.
De hecho, ya he dejado de hablar de ello en tertulias y con amigos y familiares, desazonados todos por lo apocalíptico de mis previsiones y hartos de oírlas. Pero debo hacerlo.
Lo hago, porque llevo hablando muchos años sobre la evolución del nacionalismo catalán y sobre cuál sería el paso que vendría a continuación en lo que, para mí, era y sigue siendo un proceso imparable, acelerado e irreversible. Y, hasta ahora, por desgracia, se ha cumplido siempre.
Esta vez, sin embargo, para curarme en salud, pido que no se lea esto hasta dentro de once años. Entonces nadie podrá decir que soy un agorero, un malaje, un catastrofista y que ninguna de mis previsiones va a cumplirse, tal como han venido contra argumentando hasta ahora. Nadie podrá decirlo, simplemente, porque se tratará entonces de hechos históricos. Hablo a once años vista, cuando una España troceada tras su primera segregación, la catalana, quede reducida a la mitad de la actual y cuando su efecto se haya contagiado a los países más vulnerables de Europa —aunque se trate, a la vez, de los más antiguos y uniformes—, como Francia.
En ese continente debilitado y con sus instituciones unitarias en retroceso, lo que quede de la actual Unión Europea será un acuerdo interestatal a la defensiva, para evitar el contagio de balcanización y de profundo retroceso económico del resto del continente.
Ya ven que mis amigos tienen derecho a cabrearse con mis hipótesis catastrofistas. También usted, por supuesto. Pero si ha leído hasta aquí, contraviniendo mis indicaciones, y disiente de mi alarmismo, piense simplemente en qué puede contribuir usted para que éste no se haga nunca realidad.
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