Cuando Carles Puigdemont acusa al Estado español de falta de democracia y de ser él un exiliado político, se está pareciendo, sin querer pretenderlo, al ex presidente brasileño Lula da Silva.
Los jueces de su país acaban de prohibir a este último abandonar Brasil, para evitar así que se fugue, probablemente, como ya ha hecho su homólogo catalán. La diferencia entre uno y otro radica en que Lula, que no huyó de la Justicia en su día, ya ha sido vuelto a condenar, tras su apelación, a doce años de cárcel por malversación de caudales públicos, mientras que el prófugo de la Justicia española aún tiene que ser juzgado por ésta; los dos, no obstante, tienen aún varios procesos pendientes por diversos delitos.
No importa, en ambos casos, que se trate de dos políticos muy populares entre sus electores: el brasileño encabeza todos los sondeos de opinión para volver a ser presidente de su país, y Puigdemont, por su parte, acaba de ser propuesto por el Parlament de Catalunya para repetir en el cargo. Los Tribunales de uno y otro país, sin embargo, los juzgan como a cualquier otro mortal, sin excusa que valga. ¿Y acaso resulta menos democrática España que Brasil porque los jueces encausen a alguien sin importarles su mayor o menor popularidad política?
No deja de ser sintomático, sin embargo, que mientras Lula se ha explicado, hasta ahora sin éxito, por lo que se ve, ante los tribunales de su país, Puigdemont no se atreva a hacerlo si no es en ruedas de prensa, entrevistas y redes digitales, donde no pueden cuestionarse jurídicamente sus actos y no se arriesga, en consecuencia, a ser encarcelado por ellos.
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